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El remedio fue enérgico, pero tardío; la determinación de Pepe resultó estéril. Tirso logró, por mediación de la Condesa, que, a más de su sueldo de capellán, le diera la cofradía habitación y luz, prestándose a ello las Hermanas cuando supieron que se trataba del agente encargado de facilitar la adquisición de los terrenos de don Luis de Ágreda.

Tan era así, que muchos días antes del baile ya había celebrado largas conferencias con Clementina acerca de este punto esencialísimo. Formóse el corro de sillas. Pepe Castro fué a sacar a Esperanza, que tomó su brazo de buen grado. Mas antes de dar un paso llegó el conde de Agreda. ¡Cómo, Esperancita! ¿No me había usted concedido el cotillón? preguntó sorprendido.

Durante algunas semanas, Paz y Pepe se vieron poco; la clausura del Parlamento hizo innecesarios al señor de Ágreda los servicios del muchacho; mas sabiendo la niña que su padre hablaría en una de las sesiones próximas, esperaba la apertura de Cortes con mayor impaciencia que político de oficio; porque don Luis tenía propósito de que Pepe buscara para él ciertos datos, lo cual significaba que el chico volvería a frecuentar la casa con la asiduidad de antes.

Usted tiene un hermano que está en relaciones amorosas, honradas, por supuesto, con una señorita, casi parienta mía, que se llama María Paz de Ágreda... No lo sabía... o, mejor dicho, ignoraba quién era ella. Yo, en cambio, mucho más. El padre de esa señorita es un caballero bastante rico, que, por cierto, no ha educado a la niña como debiera; pero esto no hace al caso.

Paciencia, padre: la misericordia de Dios es infinita. Yoduro de potasio, cueste lo que cueste; mucho yoduro añadió Pepe. Durante la mañana toda la familia, menos Pepe, que tuvo que ir a casa del señor de Ágreda, permaneció reunida en el comedor entregada a la alegría del suceso; pero había en aquella situación algo anormal que ponía trabas al contento.

La carta que por aquellos días escribió el Rey a Sor María de Agreda prueba que en su alma dolorida por tan gran desgracia, la resignación cristiana se impuso y prevaleció sobre el dolor de padre.

En los corrillos del Senado se susurró por centésima vez que don Luis María de Ágreda terciaría en la discusión de cierto proyecto de ley. El pobre señor lo deseaba con toda su alma, pero no se atrevía.

Al mismo tiempo invitó con empeño a su antagonista a que tomase un helado. Cobo lo rehusó. Le apremió con tal afán, que el conde de Agreda, Alcántara y otros varios que estaban cerca lo notaron. Mirad a Ramón qué empeño tiene en que Cobo tome un helado dijo uno. ¡Claro! Le ve sudando y quiere matarlo. Es lógico repuso León.

Amargo desengaño debió de experimentar cuando al penetrar en los salones y tropezar con una porción de distinguidos salvajes a quienes trataba con intimidad, Pepe Castro, el conde de Agreda, Maldonado y otros, observó que todos le volvían la espalda y se apresuraban a alejarse. Tan sólo el fiel Manolo, el loco marqués de Dávalos, la reconoció y consintió en la mengua de ofrecerla el brazo.