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La lectura de los primeros renglones le alarmó: luego se puso pálido, comenzaron a temblarle las manos, nubláronsele los ojos, como si a despecho de la entereza varonil quisieran brotar las lágrimas, y por último, dejándose caer sobre una butaca, alargó el papel a su amigo, mientras decía entre sollozos: Entérate. ¡Pobre Felisa mía! Pepe leyó en voz alta.

Me encargo de todo. Envíamele sin cuidarte de más, y decídete a hacer el sacrificio de la separación en obsequio a su felicidad. Adiós, Diego; recibe para y los tuyos, con mi bendición de Prelado, mi abrazo de cariñosísimo hermano. Leer el pobre viejo esta carta, sentir sus ojos húmedos por el llanto y temblarle los labios de emoción, todo fue uno.

Es más, cuando gracias a estos heroicos manejos se encontró medianamente tranquilo, tuvo serenidad bastante para decir a su vecina sin temblarle demasiado la voz: Es increíble el calor que aquí se desarrolla al llegar esta hora.

No pudo distinguir bien la figura del desconocido, que abrió y cerró la puerta con extraordinaria precipitación; pero le pareció que aquel hombre era don Juan. «¡Dios mío!», murmuró la enamorada muchacha; y dándole un vuelco el corazón, quedó parada, sintiendo que comenzaban a temblarle las piernas.