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Cuando reverberaban centenares de luces en aquellas refulgentes molduras, y en las innumerables cabezas de los ángeles que formaban parte de su adorno; cuando los sonidos del órgano, armonizando con la grandeza del sitio, y con la solemnidad del culto católico estallaban en la bóveda de la iglesia, demasiado estrecha para contenerlos, y se iban a perder en las del cielo; cuando se ofrecía esta grandiosa escena, sin más espectadores que el desierto, la mar y el firmamento, no parecía sino que para ellos solos se había levantado aquel edificio y se celebraban los oficios divinos.

Sin darle más importancia al asunto, pues en realidad poco tenía, emprendimos la visita del vasto edificio, remedo de fortaleza, convento y casa de campo, todo en uno, que databa del siglo XVI; la magnífica iglesia, cuya torre y cúpula reverberaban en sus azulejos los rayos del sol tropical; y la casa de calderas, o ingenio propiamente dicho, enorme edificio completamente moderno y, para , ayuno de interés.

En el primero, divisábanse a lo lejos, en un apartado rincón, cuatro señores muy graves, muy tiesos, jugando al tresillo; en el segundo, reverberaban las luces en el brillante parquet de finísimas maderas enceradas y en los colosales espejos, dando a todo aquel recinto el aspecto fantástico y temeroso, en medio de su magnificencia, de aquellos palacios encantados que se describen en los cuentos de hadas.

¡Aquélla era, , la muy noble y muy leal matrona, con sus rotas murallas; con su centenar de torres y cúpulas, que en línea horizontal se dibujaban en el cielo; con sus amplios edificios de dorada piedra, que reverberaban al sol, y precedida de una verde arboleda, que parecía servirle de zócalo ó de alfombra!

Aquella mujer era de elevada estatura, perfectamente formada y esbelta. Sus cabellos eran abundantes y casi negros, y tan lustrosos que reverberaban los rayos del sol: su rostro, además de ser bello por la regularidad de sus facciones y la suavidad del color, tenía toda la fuerza de expresión que comunican cejas bien marcadas y ojos intensamente negros.

Debía andar por abajo, entre el gentío que llenaba la plaza, pensando sin duda con terror en que había de levantarse antes del alba para decir la misa a las monjas. El palacio del Ayuntamiento estaba adornado con guirnaldas de luces, que reverberaban sobre la fachada de la catedral, dando a la piedra un resplandor rojizo de incendio.