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Los rigodones y el vals y la polca se van aclimatando; pero el fandango no se desterró todavía. Hasta las señoritas salen a hacer una mudanza, si las sacan y obligan en cualquiera fiesta campestre, y se mueven y brincan con gallardía y desenfado, y repiquetean con brío las castañuelas.

Lo hay en esas fondas silenciosas, con comedores que se abren de tarde en tarde, solemnemente, cuando por acaso llega un huésped; en esos cafés solitarios donde los mozos miran perplejos y espantados cuando se pide un pistaje exótico; en esos obradores de sastrería que al pasar se ven por los balcones bajos y en que un viejo maestro, con su calva, se inclina sobre la mesa, y cuatro o seis mozuelas canturrean; en esas herrerías que repiquetean sonoras; en esos conventos con las celosías de madera ennegrecidas por los años; en esas persianas que se mueven discretamente cuando se oyen resonar pasos en la calleja desierta; en esas comadres que van a los hornos con sus mandiles rojos y verdes, o en esos anacalos que van a recoger el pan a las casas; en esas viejas que os detienen para quitaros un hilo blanco que lleváis a la espalda; en esos pregones de una enjalma que se ha perdido o de un vino que se vende barato; en esos niños que se dirigen con sus carteras a la escuela y se entretienen un momento jugando en una esquina; en esas devotas con sus negras mantillas que sacan una enorme llave y desaparecen por los zaguanes oscuros...

Como la más limpia nota de la aurora repiquetean campanas cuyo ritmo, de lenta isocronía, parece bajar de planos más altos aún que los altos campanarios, mientras como surgiendo de entre las apretadas piezas del entarugado pasan veloces los carros que llevan a domicilio «el pan nuestro de cada día»...