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Como quiera que fuese, él imaginaba que Rafaela tenía una voz dulce y simpática; que cantaba lindamente canciones andaluzas y que bailaba el fandango, el vito y el jaleo de Jerez por estilo admirable. No había aprendido ni la música ni la danza, pero la misma carencia de arte y de estudio prestaba a su baile y a su canto cierta originalidad espontánea, llena de singular hechizo.

¡Bien, salero! gritaron todos . Ahora el fandango, y a bailar. Al oír el preludio del baile eminentemente nacional, un hombre y una mujer se pusieron simultáneamente en pie, colocándose uno enfrente de otro. Sus graciosos movimientos se ejecutaban casi sin mudar de sitio, con un elegante balanceo de cuerpo, y marcando el compás con el alegre repiqueteo de las castañuelas.

El sol había traspuesto ya bastante el mediodía. Máxima propuso que saliesen a dar una vuelta por la romería. Andrés y Rosa accedieron gustosos. El campo estaba animado sobre todo encomio: aquí danza, allí fandango, en otro lado merienda. La muchedumbre bullía por todas partes con ruidosa algazara. Nuestros jóvenes cruzaron por el medio lentamente, parándose a contemplar las danzas o las mesas de confites, donde Andrés convidaba a sus compañeras. La gente los miraba con curiosidad. Andrés, que se había despojado del gabán, vestía chaqueta corta y ceñida, pantalón estrecho y sombrero hongo. De suerte que, con un ñudoso garrote en la mano, más parecía jándalo recién llegado de Jerez que el poeta delicado de los salones cortesanos, y formaba con Rosa muy linda y concertada pareja. Aquélla marchaba a su lado con inocente orgullo, risueña y feliz, como una novia que viene de la iglesia mostrando a su esposo.

De todos mis furores tiene la culpa la penilla negra, y de la penilla negra que hay en mi corazón, bien me yo quien tiene la culpa. Aquí intervino doña Ramona y dijo: Ea, hermano, déjate de sermones que aquí no hemos venido a sermonear sino a divertirnos. Ya se enmendará Curro y se pondrá más suave que un guante. D. Antonio, rasguee usted esa guitarra y que bailen el fandango estas niñas.

Por fortuna don Federico te ha prohibido cantar; y con esto no me mortificarás las orejas. La respuesta de Marisalada fue entonar a trapo tendido una canción. El pueblo andaluz tiene una infinidad de cantos; son estos boleras ya tristes, ya alegres; el olé, el fandango, la caña, tan linda como difícil de cantar, y otras con nombre propio, entre las que sobresale el romance.

Nuestro joven, tocado de la común alegría, alborotó y enredó más que ninguno; bailó con Rosa el fandango, lo cual hizo reír no poco, pues echaba las piernas al aire de modo harto original. Rosa experimentó también la embriaguez del bullicio y mostrose en su verdadero ser, risueña, graciosa, picaresca.

¡Qué bonitas! La mujer del pueblo es más varia. Tenemos las artesanas y del pequeño comercio; tenemos las labradoras que viven en el Albaicín, en las Huertas, en el barrio de San Lázaro y en todos los arrabales; y tenemos la inmensa falange de criadas de aquella población donde apenas hay criados masculinos. Estos bailes y estos cantos son estrictamente nacionales y casi se reducen al fandango.

Yo me decidí a intentar bailar el fandango al son del tamboril; pero, como no sabía mover los pies, hice que se rieran de las mujeres y los hombres. ¡Bravo, Shanti! ¡Bravo! me gritaban los viejos pescadores, que se acercaron a mirarme todos en fila, con las manos metídas en los bolsillos del pantalón. Creo que estoy bailando como un lobo de mar le dije a Mary. Ella no pudo contener la risa.

Parece como que el baile es un deber en tales días, un rito sagrado, algo que ya se vió en el mundo antiguo. Ni sonrisas, ni rendimiento, ni obsequiosos mimos; nada hay en esta danza que se parezca al fandango ni á la jota. Los hombres tienen los ojos fijos en tierra, y las mujeres en el rostro de su señor.

Currito tiene buena voz y mejor estilo y cantará las coplas. No fue menester decir más. El organista tocó un fandango estrepitoso. Doña Marcela y Rosita bailaron con gracia y primor, repiqueteando las castañuelas. El maestro Raimundico, la tía Pepa y doña Ramona batieron palmas. Fue tal el estruendo que armaron que no parecía que hubiese allí siete sino setecientas personas.