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Por de pronto, mi señor don Alejandro contestole Fuertes con cierta socarronería , ha sido usted uno de los tres valientes que nos hemos colado en el pozo por entrar en el balandro; y después, mire usted, yo me he visto cara a cara con los moritos en Monte Negrón y en los Castillejos, y hasta en lo de Wad Ras, que fue más agrio que lo que a ustedes se les figuró; y sin echármelas de valiente al decirlo, ni perdí la serenidad, ni el coraje... ni las ganas de pegar; porque aquello era otra cosa: había siquiera suelo firme en que pisar... y en que morir, si era preciso, defendiendo la vida honradamente; pero esto es entregarse a la muerte atado de pies y manos y metido ya en el ataúd...

Pagué mi escote de ese modo. También pagó usted en moneda de plomo. ¡Los moritos que dejó usted caer!... La verdad es que podrías alistarte en los rifles-women, Eva. ¡Cómo debes de despreciar nuestras cacerías de papelitos! Al contrario; prefiero esa caza a cualquiera otra.

¿Ha visto usted, señor, qué moritos graciosos? Y ahí donde usted los ve, con esas caras tan feotas, son unos infelices: más buenos que el pan. Los mejores de todos. Su marido, el hombre del sombrerón y la faja abultada, se aproximó al escuchar estas palabras. Se adivinaba qué iba a decir, como de costumbre, ansioso de fingida autoridad: «Calla, Ufrasia, y no molestes a este caballero.

Si es desvarío de mi imaginación Dios me lo perdone, pero a menudo todo aquello de D. Rodrigo, D. Julián, D. Opas, la Cava y los hijos de Vitiza, me parece un pronunciamiento como los de ahora, salvo que hubo en él unos cuantos moritos, que vinieron como legión extranjera. De aquí que la batalla del Guadalete y la batalla de Alcolea sean a mi ver muy semejantes.