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Vino a posarse de nuevo sobre el barandal del balcón. ¡, estaba allí el Papagayo de Huichilobos, al alcance de nuestras manos, y no osábamos tocarlo! Contuvimos la respiración y no nos movimos durante largo espacio de tiempo, fascinados por el inesperado suceso. Con no qué supremo esfuerzo de la voluntad, el Padre Montero súbitamente procuró apresarlo.

Fué en un tiempo el adorno principal del templo mayor de los aztecas; uno de los conquistadores de México lo arrancó del altar mismo del famoso Huichilobos, y lo trajo a Carlos V, quien lo donó a esta Santa Iglesia. Viendo que permanecía yo estupefacto, quiso que mi admiración fuese mayor, y abrió la vitrina para que examinara a mis anchas aquel portento de orfebrería.

Dirigiendo la mirada hacia el lugar que febrilmente señalaba, al Papagayo de Huichilobos, a poca distancia de nosotros, posado sobre un saliente de la torre. ¡Es idéntico! exclamó. No, dije con bastante calma. Es el mismo. Está vivo, pero tiene rota el ala izquierda. Yo mismo se la he roto.

Los sacerdotes aztecas abrían el pecho de sus víctimas y arrancábanles el corazón, palpitante aún, para ofrecerlo al terrible Huichilobos, que presidía el Cu mayor... Constantemente se oía el rumor de la pelea y arroyos de sangre por todos lados me cercaban... Retumbó en mis oídos el «triste sonido» del tambor que, según Bernal Díaz, podía oírse a dos leguas de distancia, y desperté excitado.

Al verlo me sentí de nuevo avergonzado y culpable. ¡Hola! Dije, procurando demostrar completa tranquilidad. ¡Cuánto gusto de verte! ¿Quieres que demos un paseo por las márgenes del río, antes de que llegue la noche? Rafael, exclamó, sin hacer caso de mi pregunta. ¿Te acuerdas del papagayo de Huichilobos que viste ayer? , dije casi como un reto. ¿Se descubrió ya el autor del atentado?