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Al fin, él se fue. Yo di al carcelero un escudo; quitóme los grillos. Dejábame entrar en su casa. Tenía una ballena por mujer y dos hijas del diablo, feas y necias, y de la vida, a pesar de sus caras. No quiso comer.

En seguida, la ímproba y conmovedora tarea de vestirme todos los dispersos perifollos: allí mi madre, allí la doncella, allí la modista; yo, como un maniquí, rodeada de luces y de espejos. El vestido, sin mangas y casi sin cuerpo, dejábame las carnes, de cintura arriba, medio a la intemperie.

Pero como me agradaba, dejábame llevar por la corriente, aceptaba las bromas, y las de volvía, procurando, por supuesto, que no traspasasen los límites en que debían mantenerse tratándose de una religiosa, y hacía todo lo posible por mostrarme ingenioso y bien educado, a fin de inspirar cada vez mayor confianza. Al día siguiente hice que me despertasen muy temprano, y fui a misa de alba.

Cuando el viento soplaba con fuerza impidiéndome estar a orillas del agua, me encerraba en el patio del lazareto, un patio pequeño y melancólico, todo él perfumado por el aroma del romero y del ajenjo silvestres, y allí, junto al lienzo de las vetustas paredes, dejábame invadir por el vago olor de abandono y de tristeza que envuelto en los rayos del sol flotaba entre los aposentos de piedra, abiertos por todas partes como tumbas antiguas.

Nada quedaba de él... nada más que sus papeles abandonados sobre su escritorio... Había también una cartera que contenía sumas considerables; y su testamento, escrito de su mano... manifestaba en pocas palabras que se daba la muerte por el temor de ser parricida... y dejábame heredera de toda su fortuna. »Así fue cómo perdí el compañero de mi infancia, el amigo de mi juventud.