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Actualizado: 6 de junio de 2025
Por último, después de la muerte de su padre en el año de 1852, renunció al servicio del Estado, aprovechando la libertad conquistada en volver de nuevo á España, en donde vivió dos años enteros, en Madrid el invierno y en Granada el verano.
Sus padres ricos no se habían cuidado de educarlo bien, y no pudo poner en palabras las ideas que le hervían en la mente. Estudió, viajó, vivió sin orden, se enamoró con frenesí. Su amada no lo quiso y él resolvió morir, pero un criado le salvó la vida.
Sí; pero he vuelto, hija mía. Tengo que hablar con usted. ELECTRA. Por Dios, ¿qué es? Electra, yo conocí a su madre de usted. ELECTRA. ¡Ah! Mi madre fue muy desgraciada. CUESTA. ¿Qué entiende usted por desgraciada? ELECTRA. Pues... que vivió entre personas malas que no le permitían ser tan buena como ella quería. CUESTA. ¡Oh!
Además, había muerto su madre, y las cartas de sus hermanos no le anunciaban otra variación en la vida soñolienta del claustro alto que el haberse casado el jardinero y andar en relaciones el Vara de palo con una muchacha de las Claverías, ya que era contrario a las buenas tradiciones aliarse con gente de fuera de la catedral. Vivió Luna más de un año en los acantonamientos de los emigrados.
Soy la que, encerrada en los límites de la honestidad, vivió vida contenta hasta que, a las voces de tus importunidades, y, al parecer, justos y amorosos sentimientos, abrió las puertas de su recato y te entregó las llaves de su libertad: dádiva de ti tan mal agradecida, cual lo muestra bien claro haber sido forzoso hallarme en el lugar donde me hallas, y verte yo a ti de la manera que te veo.
El padre indignado, mientras vivió, de la ingratitud del hijo, no quería oír su nombre; pero el ciego le guardaba todavía mucho cariño; no podía menos de recordar que aquel hermano, mayor que él, había sido su sostén en la niñez, el defensor de su debilidad contra los ataques de los demás chicos, y que siempre le hablaba con dulzura.
He de confesarle, Antoñita, que sentí un impulso de cólera al ver que aquel hombre, que mientras vivió su hija no se separaba de ella, me la disputaba ahora hasta en el sepulcro. »Me apoyó en un ciprés y resolví aguardar a que él se hubiese marchado.
Luzbel se hubiera hecho humilde por una sonrisa de su boca, y el santo que vivió en el desierto, sin más compañía que un cerdo, hubiera renunciado a su parte de paraíso a la menor indicación que ella le hiciese de cenarse juntos el marrano. Don Juan la miró primero de refilón, y en conjunto, luego por la espalda, después de perfil, y, pareciéndole guapa, pasó junto a ella para verla mejor.
Durante algunos meses vivió el ciego sin salir a la calle más que para cumplir su obligación; de casa a la iglesia, y de la iglesia a casa.
Tal es el suceso ocurrido á la ronda de noche en 1642, digno, por cierto, de ser recordado entre las curiosas memorias sevillanas de otros tiempos. Vivió en Sevilla un caballero, de nombre don Diego Villegas, que tenía el cargo de Juez Contador Mayor de la Casa de Contratación, era persona muy bien relacionada y tenía muchos y buenos amigos.
Palabra del Dia
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