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Actualizado: 15 de julio de 2025


Sólo se sabía que Antoñuelo había vuelto apaleado; pero, a pesar de los comentarios que se hacían, nadie atinaba con el motivo y pocos sospechaban quién había sido el autor del apaleo. El tiempo aquel era el menos a propósito para que en Villalegre fijase el vulgo su atención en lance alguno, por extraordinario que fuese, de la vida real contemporánea.

Agradecido nuestro amigo al cacique de Villalegre, que se llamaba don Andrés Rubio, le ponía por las nubes y nos le citaba como prueba y ejemplo de que la fortuna no es ciega y de que concede su favor a quien es digno de él, pero con cierta limitación, o sea sin salir del círculo en que vive y muestra su valer la persona afortunada.

Cualquier favor, por consiguiente, que a él hiciera Juanita sería una infidelidad de esta, y para don Paco un agravio, que probablemente no se resignaría a sufrir y del que resolvería tomar venganza. A pesar de tales inconvenientes, don Andrés no se arredraba. Se sentía picado de que a él, omnipotente en Villalegre, se le desdeñase de aquel modo. El mismo desdén estimulaba más su deseo.

Para la generalidad de los habitantes de Villalegre, Juanita no era más que la mozuela del cántaro, la hija ilegítima de Juana la Larga, la chica que había corrido y jugado con los pilletes en medio de las calles hasta la edad de nueve o diez años, y la que después había conservado una sospechosa e íntima amistad con Antoñuelo, el cual pasaba entre todos por un tunante de la peor especie.

No era Villalegre la cabeza del partido judicial, ni oficialmente la población mas importante del distrito electoral de nuestro amigo; pero cuantos allí tenían voto estaban tan subordinados a un grande elector, que todos votaban unánimes y, según suele decirse, volcaban el puchero en favor de la persona que el gran elector designaba.

Entre aquellas dos cumbres hay una villa edificada desde la más remota antigüedad. Nuestros viajeros no llegaron a ella. Detuviéronse dos kilómetros más atrás, en un burgo denominado Villalegre, donde los ingenieros y empleados habían situado su domicilio para sustraerse a las emanaciones mercuriales y sulfurosas que envenenan lentamente, no sólo a los mineros, sino a los vecinos de Riosa.

Entregado don Paco a sus constantes y diversos quehaceres, no o no había pensado en casarse por segunda vez, sino que nunca había tenido amoríos, o, al menos, si alguno había tenido, había sido con tan maravilloso recato, que nadie se había enterado de ello en Villalegre, lo cual es una inverosimilitud extraordinaria, porque en aquel lugar apenas había persona, y menos aún si era de tanta importancia y viso como don Paco, que pudiera hacer o decir cosa alguna que no se supiese.

Sin duda, don Andrés Rubio, si hubiera vivido en Roma en los primeros siglos de la era cristiana, hubiera sido un Marco Aurelio o un Trajano; pero como vivía en Villalegre y en nuestra edad, se contentó y se aquietó con ser el cacique, o más bien el cesar o el emperador de Villalegre, donde ejercía mero y mixto imperio y donde le acataban todos obedeciéndole gustosos.

La verdad es dijo Peñalver dando un suspiro que del fondo de una mina se sale siempre un poco socialista. A las nueve de la noche, después de comer en Villalegre, partió el tren especial que debía conducirlos a Madrid. Todos volvían muy contentos de la excursión. Esperaban extasiar a sus amigos con el relato del banquete subterráneo. El único que padecía entre ellos era Raimundo.

De esta suerte se alegraba y se exaltaba el ánimo de doña Inés, corroborando la creencia que ella tenía en su virtud persuasiva y en su saber y talento, y haciéndole creer, además, que después de ella, aunque a muy razonable distancia, no había en todo Villalegre, salvo quizá el padre Anselmo, persona más talentosa y más sabia que Juanita.

Palabra del Dia

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