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Con todas estas habilidades y excelencias, Juana la Larga no podía menos de ser querida y estimada en Villalegre, consiguiendo que su severa y más alta sociedad o high-life le hubiese perdonado un desliz o tropiezo que tuvo en sus mocedades.

Pasaba don Paco por hombre de amenísima y regocijada conversación, salpicada de chistes con que hacía reír sin ofender mucho ni lastimar al prójimo, y por hábil narrador de historias, porque conocía perfectamente la vida y milagros, los lances de amor y fortuna y la riqueza y la pobreza de cuantos seres humanos respiraban y vivían en Villalegre y en veinte leguas a la redonda.

Y era tanto más fácil este grabado cuanto que don Paco no sólo estaba muy de recibo, sino que tenía hermosa presencia y la merecida reputación de ser el hombre más entendido y discreto de Villalegre. Además, doña Agustina y doña Inés lo sabía de buena tinta estaba harta de viudez y de tener el corazón vacío o como tabla rasa y lisa, y deseaba hallar algo digno de que en él se grabase.

Doña Marcela, reconociendo que Villalegre es mezquino recinto para sus expansiones y propósitos, se ha ido a Tarifa, su patria, y desde Tarifa ha pasado a Gibraltar, cuya reconquista tal vez haga.

Todas estas tradicionales, artísticas y pintorescas manifestaciones de la piedad religiosa encantaban más a don Andrés que al más sencillo devoto de todos los habitantes de Villalegre, y por su gusto no se suprimía nada, sino que se aumentaba y se mejoraba bastante.

Don Policarpo, el boticario de Villalegre, hacía muy bien los honores del establecimiento, donde concurrían casi todos los personajes del lugar, a despecho de las mujeres, que eran devotas y que abominaban del boticario, porque lejos de estar en olor de santidad, alcanzaba la poco envidiable fama de descreído y materialista.

El obispo sería hospedado en casa de los señores de Roldan los tres o cuatro días que estuviese en Villalegre. Doña Inés, por tanto, pensando en los preparativos y en todos los medios que había de emplear para hacer con lucimiento recepción tan honrosa, perseveró en refrenar su ira contra Juana la Larga, a quien imaginaba seductora de su padre.

Desde uno de los rincones se veía un trozo de paisaje bastante singular. La luna iluminaba de lleno la crestería de la colina más próxima, la que separaba a Villalegre de Riosa y la hacía aparecer como las ruinas de un castillo. Clementina quiso cerciorarse de la verdad. Salieron por una de las puertas de atrás, despejadas de gente, y se aproximaron lentamente a la colina.

Todo lo que entonces hubiese hecho en contradicción con los dos proyectos de doña Inés del casamiento de su padre y del monjío de ella, hubiera sido la más audaz rebelión contra la tiranía de la reina absoluta de Villalegre, y a don Paco y a ella los hubiera puesto en peligro de tener que emigrar, como Adán y Eva, expulsados del Paraíso.

No lejos, diseminados a uno y otro lado, hay unos cuantos pabelloncitos con su jardín enverjado. Moran allí algunos empleados de la administración y algunos facultativos, aunque los más de éstos tienen su domicilio en Riosa. Villalegre no tiene estación. El tren se detuvo cerca de la carretera que va a la capital de la provincia.