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Actualizado: 1 de junio de 2025


Dicho esto se apartó de . Un instante después le vi sentado en un rincón de la cámara. Estaba rezando, y movía las cuentas del rosario con mucho disimulo, porque no quería que le vieran ocupado en tan devoto ejercicio.

En los miradores apenas cabían los ramilletes de señoras; clamaban a voz en grito las campanas y gritaba el pueblo, y se estrujaban hombres y mujeres contra las paredes, y los chiquillos trepaban por las rejas, y los soldados formados en dos filas pugnaban por dejar el paso franco a la comitiva. Todo el mundo quería ver, y no era posible que vieran todos.

Empecé a reflexionar qué pensaría de la gente del hotel cuando vieran la clase de visitante que recibía, porque el Saboya es uno de los más elegantes de Florencia; pero pronto se disiparon mis recelos, porque al salir, exclamar, en italiano, al portero del hall: ¡Hola, Babbo! ¿Algún nuevo remiendo?

Desde muchachuelo fue lo mismo; y ¡si vieran ustedes lo que eso le perjudicó durante la carrera!... Porque sin esa condición, hubiera lucido el doble trabajando menos: eso es. Pero yo esperaba que se le fuera modificando con el tiempo y según iba él viendo mundo y tratando gentes. ¡Quiá! En ese punto no ha habido señal de enmienda: al contrario, si bien se mira.

El misterioso fondo del mar, producto de tantos ensueños, se aparece; y allí, sorprendentes, llenas de movimiento, de vida, en el secreto de sus hogares, vense sorprendidas tribus que se creían muy abrigadas y que nunca, casi nunca vieran el sol ni mucho menos habían estado expuestas á la indiscreta mirada del hombre. Tranquilízate, pueblo tímido.

Después escribió otra con sobre a Cecilia. Cerradas y colocadas sobre la mesa en primer término, para que se vieran pronto, sacó un pitillo, lo encendió a la luz de la bujía, y comenzó a pasear por la habitación. Antes de concluir el cigarro lo arrojó. Abrió el cajón de la mesa, y sacó el revólver que allí guardaba. Al acercarlo a la luz vió que estaba descargado, lo que no dejó de sorprenderle.

Tráigole por los cabezones. ¿Cómo tal? ¿por los cabezones venís cuando yo os llamo, amigo Juan? Entrad, entrad, amigo mío, la dueña de la casa es una moza demasiado valiente para asustarse, porque vos entréis en su alcoba. Decís bien, y tanto más, cuanto me habéis curado de espanto apoderándoos de mi lecho; ¿qué pensarían de , si las gentes os vieran?

Que se fuera, porque la iba á comprometer; que si era verdad que se interesaba por ella, se marchara al momento, no dando lugar á que le vieran allí. Y él, ¿qué dijo? preguntó Lázaro, que no cabía en de zozobra. Mil cosas, mil monerías. Lo cierto es que el amo entró y le vió. Se enfadó mucho, nos riñó mucho. Y á él, ¿qué le dijo? Nada. A nosotras nos estuvo riñiendo todo el día.

Lo habían adquirido de una tal Pepona, cortesana vieja, la cual, a su vez, lo poseía por graciosa donación de su amante, el marqués de Quintana, desaparecido hacía años del mundo de los vivos. El señor Neira había hecho labrar fantásticos escudos junto al alero del palacio para que se vieran de lejos y de muy lejos, pero no de cerca, por eso, por fantásticos.

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