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Una voz suplicante que vibró a su oído y una mano febril que se apoyó en el caballo le arrancaron a aquel turbador pensamiento. El joven hizo un gesto de mal humor. ¡Usted, Juana! En verdad, es usted imprudente... No se trata ya de prudencia, Raúl; debes ahora advertir a tu madre que estamos casados, que soy tu mujer.

Aunque nada tenía de poeta, era a aquel balcón donde el conde iba a menudo a soñar con su amiga. En el recogimiento de la hora crepuscular, que confunde el paisaje en tintas imprecisas y dulces tan en armonía con las impresiones melancólicas, Raúl evocaba el recuerdo turbador de sus místicos esponsales, como ella en su estrecha oficina.

Soledad era alta, gallarda, de tez trigueña, con pelo y ojos negros, boca de labios gruesecillos, tan rojos que parecían una flor de sangre; el seno levantado y firme, el talle esbelto, el andar airoso, las actitudes y posturas animadas por un encanto singular que se desprendía de su figura como un efluvio turbador y escitante: y en rara contradicción con este aspecto provocativo, era fría, indolente, predispuesta a la mansedumbre y la bondad, capaz hasta de ternura, pero refractaria al apasionamiento y la vehemencia, como si tuviese adormilados los sentidos y en su alma tranquila solo pudieran hallar eco los sentimientos dulces y apacibles.

Tenía la voz aunque imperiosa, encantadora, y su persona exhalaba un perfume penetrante y sutil, intenso y turbador, que juntamente producía fascinación al espíritu y embriaguez a los sentidos. El hombre inculto e ignorante, incapaz de analizar lo que experimentaba, pero hombre al fin, sintió la tentación y el ánsia que la fruta puesta al alcance de la boca del niño.