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El órgano desgarrador y tempestuoso había sido reemplazado por el armónium; en vez de los santos negruzcos y horripilantes de la antigua devoción española veíanse imágenes sonrientes de fresco charolado, correctas y distinguidas cual corresponde á un culto de personas decentes; las lámparas de luz eléctrica, en gran profusión, sustituían á los cirios humosos que con su olor de cera daban mareos á las señoras.

Durante aquel intervalo de mudo terror, que desde la escena donde tal drama pasaba se comunicó a nosotros, haciéndonos temblar como quien aguarda un terremoto, se sintieron los tenues chasquidos de un papel que se desdobla, y luego una exclamación de sorpresa, asombro o no si de fiereza inaudita, que salió del tempestuoso seno de doña María.

En efecto; al subir la marea, cuando la ola se empina sobre la ola, inmensa, eléctrica, júntase al tempestuoso mugido de las aguas la estrepitosa algazara de las conchas y de los mil seres diversos que consigo arrastra. Llega el reflujo; un zumbido indica que con las arenas se lleva el mar todo ese mundo de fieles tribus, y las recoge en su seno. ¡Cuántos tonos no tiene á más de los descritos!

No se daba por convencida Doña Paca, que sintiéndose minada de una melancolía corrosiva, no veía ya en la existencia ningún horizonte que no fuera ceñudo y tempestuoso.

Las cifras del Debe, encrespadas y amenazadoras, eran ya como las olas de un piélago tempestuoso donde naufragaba el frágil esquife del Haber. ¡Oh! ¡Fugaz curso de las cosas humanas! Aquel orden tan perfectamente inaugurado, no era más que humo.

4 Mi corazón está doloroso dentro de , y terrores de muerte han caído sobre . 5 Temor y temblor vinieron sobre , y terror me ha cubierto. 6 Y dije: ¡Quién me diese alas como de paloma! 7 Ciertamente huiría lejos; moraría en el desierto. 8 Me apresuraría a escapar del viento tempestuoso, de la tempestad.

Y no bien lo impedían, don Paco se burlaba de mismo y se despreciaba, presumiendo que lo que llamaba él religión y moral fuese cobardía acaso. Después de aquel tempestuoso insomnio, que convirtió en siglos las horas, don Paco se levantó del lecho y se vistió antes que llegase la del alba. Abrió la ventana de su cuarto y vio amanecer.

¡Pillo! ¡Hereje!... ¡Descamisado!... exclamaba doña Bernarda. Pero lo decía en voz muy baja y con cierto miedo, pues aquellos tiempos eran malos para la casa de Brull. Rafael recordaba que su padre mostrábase por entonces más sombrío que nunca, y apenas salía del patio. A no ser por el respeto que inspiraban sus garras vellosas y el entrecejo tempestuoso, se lo hubieran comido.

Se daba por cierto que la amaba mil veces más que había amado a las otras mujeres: que sentía por ella todo género de afecto; que con el espíritu puro la estimaba y quería como su padre David había estimado y querido a Jonatás, muerto en las alturas de Gelboé por los filisteos; y que de un modo tempestuoso la idolatraba como el príncipe de Siquen había idolatrado a Dina.

Fortunata tenía su interior tan tempestuoso que no pudo contenerse, y estalló con esa ira pueril que ocasiona las reyertas de mujeres en las casas de vecindad. «Señora, déjeme usted en paz, que yo no me meto con usted, ni me importa la cara que usted tenga o deje de tener.