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Actualizado: 12 de julio de 2025


Ana estaba muchas horas sola. Sus tías tenían costumbre de trabajar hacer calceta y colcha en el comedor; la alcoba de la sobrina estaba al otro extremo de la casa. Además, las ilustres damas pasaban mucho tiempo fuera del triste caserón de sus mayores. Visitaban a lo mejor de Vetusta, sin contar la visita al Santísimo y la Vela, que les tocaba una vez por semana.

El domingo se me presentaba hecho un figurín: Rodolfo: ¡dame uno de aquellos de nuestra tierra! El dio cuenta de los tabacos; él, que no tenía necesidad de disimular la arranquera. El fiel servidor, establecido en Villaverde, allá por el barrio de San Antonio, en una tienda que se llamaba «La Legalidad», fué, como siempre, una providencia para las tías.

Era este el único vicio grave que las tías habían descubierto en la joven y ya se le había cortado de raíz. Cuando doña Anuncia topó en la mesilla de noche de Ana con un cuaderno de versos, un tintero y una pluma, manifestó igual asombro que si hubiera visto un rewólver, una baraja o una botella de aguardiente. Aquello era una cosa hombruna, un vicio de hombres vulgares, plebeyos.

Presentí que alguien me traía noticias de mi amada y acudí presuroso. No me había engañado el corazón. Era el caballerango del P. Herrera. Aquí tiene usted... me dijo, sin bajarse del caballo, esta cajita y estas cartas. Volveré mañana por la contestación. ¡Cartas de Angelina! Una para mis tías; otra para . Corrí a mi cuarto y cerré la puerta. Deseaba estar solo, solo....

Pero la devoción de Ana ya estaba calificada y condenada por la autoridad competente. Las tías, que habían maliciado algo de aquel misticismo pasajero, se habían burlado de él cruelmente. Además, la falsa devoción de la niña venía complicada con el mayor y más ridículo defecto que en Vetusta podía tener una señorita: la literatura.

No pude oir los versos del pedagogo, porque las doce habían dado ya, y me esperaban en la casa del señor Fernández. Usted me perdonará: le dije mis tías me aguardan.... ¡Tiene usted razón! me contestó. Pero vendrá usted esta noche. Desde aquí gozaremos de la fiesta.

A medio día ya estaba listo el nacimiento. El cariño de las tías había conservado mis juguetes, y con ellos bastó y sobró para el nacimiento. Me sentí un chiquillo, como si tuviera yo seis años, a la vista de objetos que fueron para , en mejores días, motivo de fiesta y diversión.

Pero, niño... ¡si estás tamaño! Tomé por calles que conducían a la casa paterna. En ella debían vivir mis tías. Nadie me había dicho lo contrario hasta que Andrés me detuvo: ¿A dónde vas? ¿Ya no conoces tu tierra? A casa. Si ya no viven donde antes. ¿Pues dónde?... Por aquí.... Echándome el brazo me impulsó a seguir por una callejuela. ¿Cuándo mudaron de casa? ¡Uh! ¡Hace tiempo!

Mientras la joven disponía las flores, fiados en que las tías no podían escucharnos y en que señora Juana había salido, hablábamos de nuestro amor. Las misas de aguinaldo nos dieron ocasión de conversar muy a gusto. Salíamos: tía Pepa nos dejaba atrás, yo daba el brazo a la doncella, y desde la casa hasta la iglesia charlábamos que era una gloria.

865 Ansí me encontre de nuevo sin saber dónde meterme, y ya pensaba volverme cuando, por fortuna mía, me salieron unas tías que quisieron recogerme. 866 Con aquella parentela, para desconocida, me acomodé ya en seguida, y eran muy buenas señoras; pero las más rezadoras que he visto en toda mi vida.

Palabra del Dia

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