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MANRIQUE. Ya vuelve ... LEONOR. ¿Dónde estoy? MANRIQUE. En mis brazos, Leonor. LEONOR. ¿Qué rumor es ése?... MANRIQUE. ¡Cielos!... Tal vez... LEONOR. ¿Adonde me llevas? Suéltame por Dios... ¿no ves que te pierdes? MANRIQUE. ¿Qué me importa, si no te pierdo a ti? LEONOR. ¿Pero qué significa ese ruido? MANRIQUE. No es nada, nada. LEONOR. Ese resplandor... esas luces que se divisan a lo lejos.

Montiño no pudo resistir más; su cabeza se partía, su pecho se abrasaba, y antes de que pudiese separarse de allí, su locura estalló, y gritó con un acento espantoso: ¡Perdón! ¡perdón! ¡yo pasaré todos los días de mi vida en la penitencia! ¡pero! ¡suéltame! ¡suéltame! ¡no me arrastres contigo! ¡yo pasaré mi vida orando y haciendo que la Iglesia ore por ti!

Ella, grave y silenciosa, volvió á entregársela. Pero tanto llegó á enfadarle aquella prueba de afecto, que se puso nerviosa y un día le dijo bruscamente: Mira, suéltame la mano. ¿Por qué? preguntó él tímidamente. Porque me dan calor las tuyas, ¿sabes? Velázquez, confuso, hizo lo posible por echarlo á broma, pero se abstuvo en adelante de molestarla. Todavía era feliz, sin embargo.

Antes soltará un ala de las entrañas; empeñada y resentida anda conmigo, y mucho será que no tengamos encierro, duende y comedia para rato... y cada minuto me parece ahora una eternidad; anímate, hijo, y cuenta por tuya una razonable cantidad de los de á ocho y una bandera en los tercios de Italia. Os cojo la palabra. Entonces, si quieres cogerme, suéltame. Os soltaré, ¡vive Dios!

«¡Suéltame, vieja! exclamó Rafael, limpiándose la cara. Eso es, frótate, bobo... Y me has llenado de babas. ¿Y Pecado? ¡Toma Pecado!». Y le arreó dos nalgadas.

D. Felicísimo no vio nada de esto, y así, cuando aquella mole podrida se desplomó en una pieza con estruendo más grande que el de cien cañonazos, él se agitó un instante en su sepulcro de ruinas, murmuró estas dos palabras: «suéltame ya», y pasó a la eternidad, no como quien se duerme, sino como quien despierta.

Al oprimir aquel cuerpo sin fuerzas, sentía en su pecho el contacto de elásticas prominencias. Mariquita dejaba caer la cabeza en su hombro, como si no quisiera ver, abrumada por el mareo. Sólo una vez se irguió para mirar a Luis, brillándole en los ojos una lejana chispa de rebelión y protesta. Suéltame, Rafaé: esto no está bien. Dupont rompió a reír.