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33 Hijitos, aun un poco estoy con vosotros. Me buscaréis; mas, como dije a los judíos: Donde yo voy, vosotros no podéis venir; y ahora os lo digo. 35 En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros. 36 Le dice Simón Pedro: Señor, ¿a dónde vas? 37 Le dice Pedro: Señor, ¿por qué no te puedo seguir ahora? Mi alma pondré por ti.

Ahí la tienes en el centro del blanco, y así lo esperaba desde que la salir de tu mano. ¡Buen arquero, muchacho! Tirad siempre de la cuerda lentamente y por igual y soltad la flecha sin mover la mano, pero de pronto, dijo Simón.

Y tranquilo ya sobre este punto, Simón refirió a su mujer cuanto había ocurrido en la junta que acababa de celebrarse en la Casa de Ayuntamiento recargando un poquillo los colores, a fin de que resultasen más justificado su enojo y de más efecto sus discursos, que repitió al pie de la letra.

Julieta, que había sabido por multitud de respuestas, arrancadas a su padre, que en la conducta de aquél no había de censurable más que el afán de darse importancia, protestaba contra una medida tan violenta; y doña Juana apoyaba a su hija. Don Simón insistía en sus propósitos, y se abroquelaba en sus indiscutibles derechos.

También hubo que uniformar á hombres de armas y arqueros con el capacete liso, cota de malla, blanco coleto sin mangas sobre la cota y con el rojo león de San Jorge en el pecho, todo lo cual componía el uniforme de la famosa Guardia Blanca que con tanto orgullo llevaba Simón Aluardo.

Tuvo clara conciencia de sus responsabilidades y de la situación casi trágica en que se encontraba... Sintió que una profunda emoción le oprimía el pecho y le humedecía los ojos. De manera murmuró con insegura voz que era usted quien me espiaba... ¡, yo mismo! afirmó Simón lanzando sobre su interlocutor una mirada de cólera y de reto.

Entregóselo todo a don Simón, que, a regañadientes, tuvo que escribir lo que sigue, dictado muy recio por don Celso, no tanto para que lo oyera bien Cuarterola, cuanto para llenar una exigencia del candidato, que de este modo creía echar menor responsabilidad sobre su conciencia: «Señor don Pedro Gutiérrez. Madrid.

Ya irá comprendiendo el lector por qué al decir que todos los vecinos del consabido pueblo comían el pan amasado con el sudor de su rostro, exceptuamos a Simón Cerojo.

Todo esto contribuyó a que los diputados, contra lo que esperaba don Simón por único consuelo, permaneciesen en sus bancos. El trance en que se le ponía era superior a sus fuerzas.

Volvieron todos lentamente á la terraza superior y apenas llegados lanzó Simón una exclamación de alegría. ¡Albricias! exclamó. ¿Oís? Es el canto de guerra de la Guardia Blanca. Antes de bajar me pareció oirlo también como un eco lejano, pero no estaba seguro de ello. Nuestros amigos llegan. ¡Oid! Todos se pusieron á escuchar. La duda no era posible.