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Actualizado: 4 de junio de 2025


No; pero... no está bien. No estaba bien, pero lo toleró. Sus rostros quedaron tan cercanos, que los rizos de Paz le rozaban a él la frente. La crucecita de oro que la niña lucía en el pecho, temblaba con el movimiento de la respiración, y el viento suave, penetrando por entre los listones de las persianas, parecía empeñado en empujar los cabellos de Paz contra la cara de Pepe.

Su inteligencia lúcida había penetrado en todos los secretos del juego de prendas y sabía sacar de cada uno el partido posible, extraer todo su jugo, según pedían las circunstancias. Por ejemplo, cuando una señorita debía contentarle, quedaba sordo instantáneamente. La joven se veía obligada a inclinarse más y más, hasta que sus labios de carmín rozaban la oreja del capitán.

Marchaba doblado por la cintura, con las piernas muy abiertas y rígidas. Así precedió a Maltrana por un pasillo lóbrego, bajo de techo y tan angosto, que los codos rozaban los objetos raros empotrados en la pared. La débil claridad que pasaba por un bote de escabeche puesto a guisa de claraboya difundía una luz amarillenta al final del pasillo, danzando en su pálido rayo un enjambre de moscas.

Aquel hermoso rostro, sembrado de pequeñas manchas, producía el efecto de que estuviese desfigurada por la viruela. Un viejo chal, ennegrecido por los cuidados del tintorero y al que la intemperie había dado un color rojizo, dejaba caer tristemente sus tres puntas cuyos flecos rozaban ligeramente la nieve de la acera.

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