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Actualizado: 2 de mayo de 2025
¿Cómo podéis hacerme semejante pregunta? replicó el ministro. Sería ciertamente un juego de niños llamar á un médico y ocultar la llaga. Me dais, pues, á entender que lo sé todo, dijo Rogerio Chillingworth con acento deliberado y fijando en el ministro una mirada perspicaz, llena de intensa y concentrada inteligencia.
Dos jóvenes, Rogerio de Puymartin y Luis de Martillet, se hallaban sentados en primera fila en un palco bajo. Las señoritas del cuerpo de baile no estaban aún en la escena, y estos señores desocupados se entretenían en mirar la sala. La aparición de miss Percival causó a los dos una impresión muy viva. ¡Ah, ah! dijo Puymartin, ahí está el pequeño lingote de oro.
Pero una mentira nunca es buena, aun cuando la muerte nos amenace, ¿No adivinas lo que voy á decir?... Ese anciano, ese médico, ese á quien llaman Rogerio Chillingworth... ¡fué mi marido!
Por lo tanto, Rogerio Chillingworth, el hombre hábil, el médico benévolo y amistoso, trató de sondear primero el corazón de su paciente, rastreando sus ideas y principios, escudriñando sus recuerdos y tentándolo todo con cautelosa mano, como quien busca un tesoro en sombría caverna.
Personas mucho más sensatas en materias de fe, y que sabían que el cielo alcanza sus fines sin lo que se llama intervención milagrosa, se hallaban inclinadas á ver algo providencial en la llegada tan oportuna de Rogerio Chillingworth.
De esta manera el misterioso Rogerio Chillingworth se convirtió en el consejero médico del Reverendo Sr. Dimmesdale. Como no solamente la enfermedad despertaba el interés del médico, sino también el carácter y cualidades de su paciente, estos dos hombres, tan diferentes en edad, gradualmente llegaron á pasar mucho tiempo juntos.
Durante todo este tiempo el anciano Rogerio había estado contemplando al ministro con la mirada grave y fija de un médico para con su paciente; pero á pesar de estas apariencias, el ministro estaba casi convencido de que Chillingworth sabia, ó por lo menos sospechaba, su entrevista con Ester.
Ciertamente, si el meteoro iluminó el espacio é hizo visible la tierra con un fulgor solemne que obligó á recordar al clérigo y á Ester el día del Juicio Final, en ese caso Rogerio Chillingworth debió parecerles el gran enemigo del género humano, que se presentaba allí con una sonrisa amenazadora reclamando lo que le pertenecía.
Yo llegué como a las diez... y os aseguro que los miércoles de mi tía Valentina no sobresalían por su loca alegría. Hacía veinte minutos que me aburría, cuando vi a Rogerio de Puymartin que se esquivaba con mucho disimulo. Lo alcanzo en el vestíbulo y le digo: «Espera, te acompañaré a tu casa. ¡Oh! no voy a casa. ¿Y dónde vas? A un baile. ¿En casa de quién?
Su única justificación era la imposibilidad en que había estado de hallar otro medio de librarle de una ruina aun más terrible de la que á ella le había caído en suerte. Lo único posible fué acceder al plan del disfraz de Rogerio Chillingworth. Movida de esta idea, se decidió, entonces, como ahora lo comprendía, por el partido peor que pudiera haber adoptado.
Palabra del Dia
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