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Cuando la Reforma se levantó contra la Iglesia católica, el clero secular y regular, aun en la misma Roma, estaba corrompido y viciado y hasta lleno de descreimiento: «sólo el Orden de los jesuítas, añade nuestro historiador, pudo mostrar muchos hombres no inferiores en sinceridad, constancia, valor y austeridad de vida á los apóstoles de la Reforma». A los jesuítas, pues, á su poder persuasivo y al influjo de su palabra, se debió en gran parte la restauración y reverdecimiento en el seno de la Iglesia católica de aquel hondo sentir religioso y de aquella «extraña energía que eleva á los hombres sobre el amor del deleite y el miedo de la pena; que transforma el sacrificio en gloria y que trueca la muerte en principio de más alta y dichosa vida».

Sin duda la profesión de bellaco, que es entre los musulmanes y que por tantos siglos ha sido en la cristiandad el medio más rápido y eficaz de conquistar honores y privilegios y de alcanzar títulos de nobleza, en el achatamiento universal de los pobres de espíritu que elaboraba la Iglesia, se viene haciendo cada vez más peligrosa y menos lucrativa y honorífica, con el reverdecimiento de la energía al influjo de los ideales modernos, pero, todavía, y particularmente en los países católicos y ortodoxos, el inquilino de la sociedad contemporánea está instalado en un plano fuertemente inclinado hacia la perversidad humana, resultando siempre más o menos ineficaces para contenerlo arriba todos los terrores en uso, civiles o religiosos, y todos los surtidores permanentes o occidentales de energía moral.

De aquí se infiere que nuestra gran literatura nacional trilingüe, castellana, catalana y portuguesa, nació ó retoñó en estos idiomas vernáculos, de su antigua raíz y tronco cristianos y latinos: raíz y tronco firmemente plantados en nuestro suelo. Y si algo de fuera, si algo extraño vino á ayudar ó á fomentar el reverdecimiento de esta literatura, vino de Francia y de Italia, y no de la morería.

Pero ¿qué responder al señor chantre, si por acaso lee estos renglones? ¡Perdóneme el reverdecimiento extemporáneo que denotan las anteriores frases, y crea que á también se me alcanza, aunque no lo practique, que lo mejor de todo es envejecer y morir tan santamente como envejece y morirá su señoría!

Nada, al buscar en este cajón unos papeles, me hallé con un revólver que ya no me acordaba que tenía, y lo estaba mirando. Cecilia no creyó palabra. Experimentó desde entonces cierta inquietud que la obligaba a vigilarlo más que antes. Transcurrieron dos meses. El desdichado joven, aunque persistía en la misma vida apartada y sombría, mostraba algunas vagas señales de reverdecimiento.