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Cuando le conocí todo Madrid le llamaba Pepe García, o el vizconde de Manjirón. ¿Cómo podía yo suponer que fuese el hijo de don Ulpiano? Desde que lo supe se me hizo aborrecible. Me parecía que su riqueza, el lujo que me daba, sus regaños sin cariño y sus caricias sin ternura, todo era un sarcasmo continuo, una mofa brutal y despiadada de la suerte.

Y como nos quedásemos turbados, ella roja, yo rojo también, mirándonos con ojos brillantes, la condesita nos dijo en tono protector: Vamos, dense ustedes la mano y no haya más regaños. Me apresuré a coger la mano de mi adorada y la aprisioné entre las mías largamente.

En cuanto á los goces del hogar, eran nulos para él. No tenía hijos. Estaba casado con una mujercilla fea y vieja y de genio tan desapacible que nadie podría sufrirla si no poseyese la inagotable alegría de su consorte. Pero éste no sólo la sufría, sino que la amaba. Á todos sus regaños y asperezas respondía con alguna salida jocosa, y cuando esto no bastaba, un abrazo.

Es verdad que las niñas no decían a doña Andrea que, aunque no las había en el colegio más aplicadas que ellas, ni que llevaran los vestiditos más blancos y bien cuidados, ni que, en la clase y recreo mostrasen mayor compostura, los vales a fin de semana, y los primeros puestos en las competencias, y los premios en los exámenes, no eran nunca para ellas; los regaños, .

El canto incesante de las ranas, el aroma de la campiña, el susurro elocuente y misterioso de la naturaleza, los relámpagos fantásticos é incesantes que en el horizonte presagiaban, según el ama de llaves, fuertes calores para el siguiente día; de tiempo en tiempo el canto monótono del labrador que iba á dar agua á una pareja, cuyas sonoras campanillas le hacían el acompañamiento; el vuelo rápido del murciélago que cruza indeciso á cada instante por delante del balcón; los regaños del ama en la cocina, que entre el charrasqueo de la sartén se destacaban, con poco placer de los criados á quienes iban dirigidos, y tantos otros ecos y fenómenos que en las noches de verano se perciben en el campo, abstraían de tal modo al forastero, que no hubiera cambiado entonces el balcón de don Silvestre por el trono más elevado del mundo.

Desgraciado niño... Vaya se acabaron los regaños, picarillo. Estás perdonado; desde hoy se acabó el mirar a esas desvergonzadas muchachuelas que van a casa de Poenco y comprenderás todo lo que vale un trato honesto y circunspecto con personas de peso y suposición.

Indudablemente era muy de agradecer el interés que aquel bondadoso apóstol de Cristo se tomaba por ella. Y todo sin regaños, sin manotadas, tratándola como un buen pastor trataría a la más querida de sus ovejas. A pesar de esta excelente disposición de su ánimo, la infeliz vacilaba un poco. De una parte le seducía la vida retirada, silenciosa y cristiana del claustro.

En hacer espadas de palo, cortar tablas, correr al marro, saltar al paso, trepar por rejas y encaramarse a tapias, no hallaba Millán competidor: para lograr premios, disculpar travesuras y evitar regaños, tenía Pepe especial ingenio.

Si estuvieras aquí sería otra cosa; ya sabes cuánto te quiere; habría menos gruñidos y menos regaños; los altares tendrían manteles limpios, y las albas menos rasgones; me leerías algo todas las noches, aunque fuera para que los libros no se estuvieran arrumbados en el armario; jugaríamos un partido de ajedrez, y la vida de este cura sería menos fastidiosa en este destierro.