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Actualizado: 8 de junio de 2025


Posible es que las circunstancias se dispongan de tal suerte que un desgraciado no halle persona a quien volver la cara; pero no se debe suponer, sin insultar ni calumniar al linaje humano, que el desgraciado no halle a dicha persona porque en realidad no exista en el mundo. La desventura de Ramona llega, pues, al más raro cuando no al más increíble de los extremos.

Naturalmente la pellejería de doña Ramona, se resentía ya y empezaba a perder crédito y marchantes con la retirada de Currito. Las malas lenguas del lugar daban por causa de esta retirada el sobrado empeño de Currito en vigilar y celar a doña Ramona, aislándola de todo pretendiente, y el amor de ésta a la libertad y su indómito aborrecimiento a todo linaje de tutela.

Si no le engañaba el pensamiento, por allá se quedaría hasta dejar los huesos en el terruño nativo; si le engañaba, volvería a Madrid cuando mejor le pareciera, o gastaría en ir y venir el poco tiempo que le restaba de vida. Pocas veces se ha casado una mujer con menos conocimiento práctico del mundo que Ramona Pacheco.

Si después de verla el parroquiano la quería más cara o más barata, o prefería otra equivalente más de su gusto, hasta dos veces lo llevaba doña Ramona con paciencia, pero a la tercera, recogiendo la droga que nunca había soltado por completo de su diestra, contestaba secamente y volviendo la espalda: «No lo hay», aunque estuviera llena de ello la droguería.

Tres años pasó Santiago sin saber a qué atenerse y temiendo siempre lo peor. Yo creo que todo ese tiempo necesitó Ramona para estudiar a fondo las malicias de Santiago y el terreno a que éste pretendía conducirla. Un día le dijo que continuara hablándole de aquello de que había comenzado a hablarla. ¡Como si hubiera sido la víspera!

Ya le decía, don Melchor, por no tengo miedo ninguno. Pues entonces, esté tranquila... o, ¿quiere volver al lado de él? ¿Por qué me dice «eso», don Melchor? contestó ella aproximándosele aún más, bajando la voz como temerosa de ser oída, e inundándole con olor a cedrón de que tenía en la mano un gajo estrujado. Le pregunto, Ramona, porque bien podría suceder.

Durante la lectura de las últimas páginas de La sima nos forjamos por algunos momentos la grata ilusión de que Ramona, en medio de su abandono, iba a hallar un noble valedor en el torero: alguien que la protegiese sin exigirle brutalmente la paga; pero, como ya queda indicado, esta ilusión se desvanece pronto. El torero no es mejor que los demás seres de nuestra especie.

Conociolo bien pronto doña Ramona, y enderezó a la otra estas palabras, acompañadas de dos saetazos por encima de sus anteojos: Yo no estorbo aquí, señora; téngalo usted entendido. Entre mi marido y yo, como no hay pecados, tampoco hay secretos. Somos un alma en dos cuerpos, por la gracia de Dios.

A me pareces otra cosa: un orillero de Palermo con ínfulas de hombre de campo dijo Lorenzo. Mejor estaría de frac y sombrero de copa, ¿no?... ¡Sin duda! Cuando menos, Melchor, estarías en traje más propio de tu condición. En ese momento apareció Ramona y dirigiéndose a Melchor le entregó un perfumado pañuelo de manos, diciéndole: Tanto pedírmelo y se iba sin él. Es verdad, gracias.

¡Cómo había de ser!... ¿me cree capaz, don Melchor, de volverme con ese hombre?... Pues entonces esté tranquila, Ramona... vaya, no más, ocúpese de sus cosas y no vuelva a hablarme de esto. ¿Me voy... entonces...? , Ramona; vaya no más. Será hasta luego... entonces... ¡cuántas cartas ha recibido!... don Melchor.

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