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Notó bien don Quijote la atención con que el caminante le miraba, y leyóle en la suspensión su deseo; y, como era tan cortés y tan amigo de dar gusto a todos, antes que le preguntase nada, le salió al camino, diciéndole: -Esta figura que vuesa merced en ha visto, por ser tan nueva y tan fuera de las que comúnmente se usan, no me maravillaría yo de que le hubiese maravillado; pero dejará vuesa merced de estarlo cuando le diga, como le digo, que soy caballero

Mientras tanto hice hablar a Polidora, que muy engallada y con gesto desdeñoso, iba detrás como para separar sistemáticamente su causa de la de Elena. Era evidente que había discordia entre ellas, y como la vieja estaba deseando charlar, no esperó a que yo la preguntase. ¡Dios mío! No es que esta muchacha sea mala, ¡oh! no; pero es imprudente.

En tal situación prosiguió doña Clara , habiendo tomado la reina en su apuro vuestro nombre, siendo muy posible que el rey desconfiase y os llamase y os preguntase, la reina, con las lágrimas en los ojos, me suplicó que la salvase; era preciso que yo os llamase; que os hablase á solas en las altas horas de la noche en mi aposento, que os revelase toda una sucesión de misterios... yo creía que todo aquello era necesario para salvar á su majestad, y... me sacrifiqué; me dije: «él se me ha mostrado ciegamente enamorado... le propondré que se case conmigo... Si acepta, al momento, al momento...», y se preparó todo... Me vestí de boda y os esperé anhelante... anhelante por consumar el sacrificio.

Dios lo sabe, porque yo ya lo he olvidado; sólo recuerdo que sufrí mucho; pero tuve valor para ahogar dentro de mismo mi sufrimiento; le ahogué para que nadie me preguntase, para que nadie supiese por una debilidad mía el secreto de Margarita, que sólo sabíamos la noche y yo... y Dios que lo ve todo. Al día siguiente...

Ningún vecino había que, al tropezarle por los caminos, no le preguntase si tenía más ganas de comer. El apetito de Andrés fue por una temporada la cuestión palpitante en Riofrío.

Pregúntase entonces si la existencia de un honrado menestral, entre su mujer que le quiere y sus hijos que se hacen hombres poco a poco, no ofrece en realidad una suma de satisfacciones más verdaderas que aquellos mentidos placeres parisienses de que tan poco disfruta. ¿El, Delaberge, encadenado a su oficina, ocupado desde la mañana a la noche en dar vueltas a la rueda administrativa, no permanece extraño a las cosas del corazón y de la inteligencia cien veces más que ese propietario que vive olvidado en su pueblo?