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Actualizado: 1 de junio de 2025


A los cinco minutos de imaginarlo entraba Pateta en el comedor, donde, terminado el almuerzo, conversaba la familia tranquilamente antes de que Pepe marchase a su trabajo; doña Manuela y Leocadia estaban doblando el mantel, don José haciendo pitillos y Tirso hojeando un libro.

Por la mañana, un asturiano que tenía en la esquina inmediata puesto de café económico, vulgo de a cuarto, entró en el estanco a comprar pitillos y dijo a la criada, especie de Maritornes a medio desbastar, que el nombre de Cristeta estaba en el cartel del teatro con todas sus letras; y la palurda, aunque no sabía leer, salió corriendo a que se lo mostrasen; luego cruzó la calle con el mismo objeto la estanquera, sin lograr nada, porque se le habían olvidado los espejuelos, y, por último, fue también el tío, permaneciendo largo rato en contemplación de aquella línea del reparto donde decía: «CHULA PRIMERA-SE

Cristeta, mirándola y remirándola, se anegaba en la admiración que sentía: hasta llegó a forjarse la ilusión de ser ella misma la que tenía delante de los ojos, antojándosele ser ella la cómica y ésta la estanquera; y que después, en vez de continuar allí vendiendo sellos y pitillos, podría irse a representar comedias por la noche y observar desde la escena cómo la miraban los hombres y la envidiaban las mujeres... Luego caería a sus pies una lluvia de ramos, y por el pasillo central de las butacas entrarían los acomodadores cargados con canastillas de flores y chucherías de regalo... Durante unos instantes soñó despierta, y hasta el ruido confuso de la cercana calle le pareció rumor de aplausos.

Y con mucha prisa, haciendo saltar la ropa cerca del techo, acabó de levantar la cama y salió de las habitaciones del señorito. El cual paseó tres o cuatro minutos entre los libros tumbados en el suelo, por los senderos que dejaban libres aquellos parterres de teología y cánones. Después de fumar tres pitillos volvió a sentarse. Escribió sin descanso hasta las diez.

Sus manos, tan flacas que se veía en ellas patente el juego de los huesos del metacarpo, llenaban el tablero de pitillos en un decir Jesús; así es que el día le salía por mucho, y alcanzábale su jornal para vivir y vestirse, y, añadía ella, para lo que le daba la gana.

Las mujeres duran poco; son como los pitillos: cuando se llega a más de la mitad, todo es ceniza, y hay que tirarlos. ¿Digo mal, caballeros? Todos aprobaron la sabiduría del chamarilero. Cuando Isidro creyó llegado el momento de formular su petición, el tío no la acogió del mismo modo que la otra vez.

Las mañanas de invierno compraban buñuelos, las tardes de verano chufas, y en todo tiempo alfeñique, mojama, garrofa o caramelos de a ochavo; pero su verdadera delicia consistía en repartirse una cajetilla de pitillos, sin que jamás llegasen a reñir sobre quién gastaba un cuarto más o menos.

Palabra del Dia

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