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Sacudió Neluco dos cachiporrazos sobre la claveteada puerta del estragal; y sin esperar a que le contestaran arriba, entramos en él y comenzamos a subir la escalera. A la puerta en que ésta terminaba, nuevos cachiporrazos del médico. Enseguida levantó éste el pestillo, y nos colamos dentro: un crucero de pasadizos por el arte del de la casona de mi tío Celso.

Déjala, hija, déjala ser todo lo hermosa que dicen y algo más todavía. Á ti no te toca más que compadecerla, porque le falta á la pobrecita la hermosura mayor, que es la honra. Soledad levantó el pestillo de la puerta y penetró en la estancia.

En una especie de rotonda, adornada con antiguas pinturas al fresco, ya del todo desteñida y borradas, abríase una gran puerta de roble con herraje de bronce y bellos tableros de talla. En vano intentó la condesa levantar con sus delicadas manecitas el enorme pestillo cincelado: estaba la llave echada.

Permaneció largo rato de pie observando y escuchando. Había entonces realmente algo en el camino, que se adelantaba hacia él, pero no pudo distinguir nada. La calma y la sábana inmensa de nieve y sin huellas parecían estrechar su soledad y su deseo inquieto rozaba en la desesperación. Entró de nuevo y tornó el pestillo de la puerta con la mano derecha para cerrar.

Aquellas señoras tardaban mucho más de lo que había contado. Dejó el libro, se levantó, y como no había nadie en la sala, se puso a dar vivos paseos sin perder de vista el pestillo, cuyo movimiento esperaba. Al cabo de media hora sonó por fin la malhadada cerradura; pero aún en la puerta se estuvieron las señoras largo rato despidiéndose.

Algún pájaro que venía jadeante á refugiarse entre los árboles proyectaba también su monstruosa silueta al pasar. Abrió la puerta de la pomarada, y entrando en ella la recorrió á lo ancho hasta dar con su mano en el pestillo de otra puerta de madera. Detrás de ésta había un vasto campo poblado de castaños que estaba en declive y era también pertenencia de la casa.

Aquella era la seña que tenían concertada en el teatro de Madrid, para conocer que él había llegado y que esperaba en el pasillo. Cristeta, entre acobardada y gozosa, se dejó caer en una butaca. Estaba sola, y don Juan a dos pasos. Sólo les separaba un miserable pestillo, que con el dedo meñique podía descorrerse.

Llega, por fin, a cierto gabinete cerrado, que no es otro que el célebre cuarto de la condesa. Va a levantar el pestillo, como ha hecho en otros, pero se queda inmóvil al escuchar un rumor levísimo. Aplica el oído. ¡Son ellos!

Y don Álvaro, como si lo estuviera pasando todavía, describía la obscuridad de la noche, las dificultades del escalo, los ladridos del perro, el crujir de la ventana del corredor al saltar el pestillo; y después las quejas de la cama frágil, el gruñir del jergón de gárrulas hojas de mazorca, y la protesta muda, pero enérgica, brutal de la moza, que se defendía a puñadas, a patadas, con los dientes, despertando en él, decía don Álvaro, una lascivia montaraz, desconocida, fuerte, invencible.

Cuando pudo exclamar: Pero... su madre de usted.... ¡Dios mío, qué desgracia tan grande! estaba Artegui ya en la puerta, sin oír las ceceosas ofertas de servicio que le prodigaba Gonzalvo. ¡Don Ignacio! gritó la niña al ver poner la mano en el pestillo.