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Actualizado: 9 de junio de 2025


Según Paz mostraba por lo enamorada mayor empeño en salvar la distancia que les separaba, más parecía obstinarse la adversidad en desunirlos, colocando a Pepe en peores circunstancias.

Pues a estas horas, estando esto tan solitario dijo de pronto ya podía el señor Pepe venir aquí y hablar con usted. Cállate y escucha. Con quien quiero hablar ahora, es contigo. Mande Vd. ¿Eres capaz de hacerme un favor? La verdad, y sin que nadie se entere. ¿Ni el señor Pepe? Menos que nadie. El chico la lanzó una mirada que no pudo ser más expresiva.

Esto no podía desconocerlo Pepe Guzmán, que era hombre de buen gusto.

¿De modo que opinas...? Opino que estás demasiado enamorado de esa niña y que ella lo sabe. Pero vamos a ver, Pepe, ¿qué motivos puede tener para rechazarme? comenzó a decir sulfurado Ramoncito y como hablándose a mismo . ¿Qué es lo que espera esa chiquilla?... Su padre tiene dinero; pero serán varios hermanos a repartirlo.

Yo vi en seguida que se habían entablado relaciones amorosas entre nuestra amiga y el autor, y como realmente, por más que Inocencio fuese un mal poeta, según los informes de Pepe, parecía un buen muchacho, me alegré de ellas y las alenté en lo que pude.

María-Manuela salió con los cristales del cuarto y fué á arrojarlos al pozo que había en el patio. Soledad, que seguía tranquilamente haciendo calceta detrás del mostrador, sonrió. Siguió la zambra en el aposento. Bueno, ahora no falta más que Soledad nos baile una mijita de tango manifestó el señor Pepe.

A semejanza de estudiante calavera que está en su casa lo menos que puede, ella iba a la suya a las horas en que Pepe trabajaba, temerosa de tropezar con él, y cada cuatro o seis días se quedaba una noche a dormir en la hermandad. Leocadia se hizo cargo de la asistencia del padre, pero de mala gana, sin renunciar a las visitas a la sala de ventas ni dejar de frecuentar la capilla.

Un instante después, Pateta seguía trepando jadeante hacia la última línea de trincheras, ya vencidas, donde Pepe había entrado con su compañía.

El cura acababa de confesar y se disponía a poner la unción al desdichado Baldomero, que presentaba en el rostro las señales indefectibles de la muerte. Al entrar su hermano volvió los ojos hacia él y sonrió con cariño. ¿No habrá sío náa, eh? le preguntó éste con voz alterada y ronca, queriendo persuadirse de que no era caso de muerte. Poca cosa, Pepe... que me voy ar otro barrio...

Ambas cosas eran creíbles. «Si lo primero pensaba Pepe nada hay en ello de particular: si lo segundo, malo será que mi hermano empiece así, poquito a poco, y acabe pretendiendo que nos hundamos la tabla del pecho a puñetazos. Sea lo que fuere, no estoy desprevenido: ello dirá

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