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Ni el perfume de los guantes, ni el copioso sahumerio de los pebeteros, lograba dominar el tufo de trasudado sayal que desprendían los religiosos. Las maderas de las ventanas cerrábanse de ordinario a las tres de la tarde.

Híala, por lo mismo, se entregaba dulcemente a sus ensueños de felicidad, y al través de su velo sutil, o por sus miradas de reojo, veía llover flores y rosas por donde pasaba; miraba las calles alfombradas de ricas alcatifas, cubiertas las azoteas de elegantes doseles y sobrecielos para templar la viveza de la luz; muchos esclavillos agitando enormes ventalles y abanicos de pluma y papiro para mover y refrescar el aire, y gran número de pebeteros en los ajimeces y ventanas que poblaban el ambiente de los olores más exquisitos.

Y después, ¡jamás el vapor oloroso de la mirra ardiendo en pebeteros de oro, jamás la violeta con sus hojas aterciopeladas, jamás la rosa ni el jazmín destilados en preciosos frascos de cristal se podrán comparar al delicioso perfume que exhalaba la cala de El Gavilán! ¡qué oloroso alquitrán, qué brea tan suave! ¡A fe de Dios! ¡Ciertamente no había un brick más hermoso que El Gavilán!

Aquello era un harén preparado al gusto europeo: sólo faltaban los pebeteros y las pipas de largos tubos de seda; y así y todo, trascendía el aposento, a molicie africana. Leticia condujo a uno de los divanes al sorprendido mancebo, que también tenía mucho de oriental entonces con lo lánguido y ojeroso que le habían dejado sus pesadumbres, y se sentó a su lado.

En esta incómoda mezquita, como en terreno prestado, se habia celebrado el culto público de Mahoma en los años mas gloriosos, si no los mas felices, del reinado de Abde-r-rahman I; pero ahora en su venerada vejez anhelaba dilatar sus arrogantes miradas en nueva, espaciosa y magnífica aljama, haciendo una sola casa de adoracion de la mezquita y la basílica reunidas, sustituyendo al tabernáculo el libro del Profeta, al ara sagrada el lujoso mimbar, al ambon el púlpito de los khatibes, y á las nubes de incienso los fragantes pebeteros de aloe y ambar-gris.

Pero lo que más me agradaba y mostraba yo a mis amigos con el mayor orgullo, era un juego de pebeteros que adquirí en Cintra.

Sobrecielos de tela de oro y brocatel, que hacinaban polvo y telaraña en sus pliegues antiguos, ornaban los lechos hereditarios roídos por la carcoma. Las ventanas se abrían rara vez; pero ricos pebeteros de plata disimulaban el hedor hongoso y ratonil con su incesante sahumerio.