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Sus ojos paseábanse satisfechos sobre su persona, admirando el terno de corte elegante, la gorra con la que andaba por el hotel caída en una silla cercana, la fina cadena de oro que cortaba la parte alta del chaleco de bolsillo a bolsillo, la perla de la corbata, que parecía iluminar con lechosa luz el tono moreno de su rostro, y los zapatos de piel de Rusia dejando al descubierto, entre su garganta y la boca del recogido pantalón, unos calcetines de seda calada y bordada como las medias de una cocota.

Paseábanse con los dedos enlazados, hablando apenas y mirándose, de tiempo en tiempo, en los ojos, sin sonreír. La doncella le llevaba a los sitios más frondosos y ocultos. Allí la naturaleza les descubría en la mariposa, en el pájaro, en el más menudo insecto, su impura inocencia. El mágico deseo palpitaba, aleteaba, chirriaba ante ellos, en la quietud blanda y calurosa del verano.

Echando una mirada a lo alto del tejado, vio la Delfina que por encima de este asomaba un tenderete en que había muchos cueros, tripas u otros despojos, puestos a secar. De aquella región venía, arrastrado por las ondas del aire, un olor nauseabundo. Por los desiguales tejados paseábanse gatos de feroz aspecto, flacos, con las quijadas angulosas, los ojos dormilones, el pelo erizado.

Paseábanse sobre cubierta los hombres que se habían preservado del azote común, por una complexión especial, o por la costumbre de viajar. Entre ellos se hallaba el gobernador de una colonia inglesa, buen mozo y de alta estatura, acompañado de dos ayudantes.

El Gobierno parecía alarmado: varios agentes de orden público paseábanse por la acera de enfrente, a lo largo del palacio, y algunos polizontes se mezclaban entre los curiosos o trababan conversación con cocheros y lacayos, que charlaban entre desde los pescantes, designándose, según la clásica costumbre, por los ilustres nombres de sus amos.

Los muebles antiguos habían desaparecido; paseábanse ellas en medio de un verdadero cúmulo de maravillas. ¡Y las caballerizas, y las cocheras! Un tren especial trajo de París, bajo la inmediata vigilancia de Edwards, unos diez carruajes, ¡y qué carruajes! una veintena de caballos, ¡y qué caballos! El abate Constantín creía saber lo que era lujo.