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Escuché, miré: la garrucha del pozo, en aquella hora del mediodía, chirriaba dulcemente en el patio; sobre las moreras, a lo lejos de las arcadas, se secaban sobre papel de seda las hojas de de la cosecha de octubre; de las puertas medio cerradas del aula venía un susurro lento de declinaciones latinas.

Paseábanse con los dedos enlazados, hablando apenas y mirándose, de tiempo en tiempo, en los ojos, sin sonreír. La doncella le llevaba a los sitios más frondosos y ocultos. Allí la naturaleza les descubría en la mariposa, en el pájaro, en el más menudo insecto, su impura inocencia. El mágico deseo palpitaba, aleteaba, chirriaba ante ellos, en la quietud blanda y calurosa del verano.

Cenamos juntos el Morito y yo; para las diez nos presentamos en la calle de los Doblones. El Morito estaba contento de intervenir en un asunto un poco misterioso como aquél. vigila le dije yo , y si pasa alguno, avísame. Descuide usted me contestó él. A las diez en punto se oyó ruido detrás de la reja; vi una vaga luz, después una falleba que chirriaba suavemente y una persiana que se abría.

Un apetitoso olor de guisado salía de la cocina abierta, donde una genovesa cerril movía espátulas y zarandeaba cacerolas, envuelta en el humo espeso del asado, que chirriaba sobre las parrillas; en las habitaciones altas, las del niño, se oía el chasquido del cepillo. ¡Pampa! chilló allá arriba una voz atiplada.

Detuvo el carro que chirriaba de un modo ensordecedor, y delante de los bueyes, apoyado con entrambas manos en la vara larga que traía para aguijarlos, escuchó sonriente y benévolo la proposición de los de Entralgo. Por ya sabéis que no se queda nada. Subid á la Braña, y si mi primo Nolo está conforme, yo también lo estoy.

Cuando recobré el conocimiento estaba sentado sobre un banco de piedra, en el banco de un enorme edificio semejante a un convento, que el más grave silencio envolvía. Dos padres lazaristas lavaban cuidadosamente mi oreja. Un aire fresco circulaba; la garrucha de un pozo chirriaba lentamente, y una campana tocaba a maitines.

Cada vez que sonaban pasos en la escalera ó chirriaba la verja del ascensor, el barbudo marino se estremecía con una inquietud infantil. Deseaba esconderse y al mismo tiempo quería mirar, por si era ella la que llegaba. Los huéspedes que vivían en el mismo piso le fueron viendo, al retirarse á sus cuartos, en las más inexplicables actitudes.

Estos eran mis ensueños hallándome en el pequeño malecón de Etretat durante el sombrío verano de 1860, mientras la lluvia caía á torrentes y chirriaba el duro cabrestante, y la cuerda gemía y subía lentamente la nave. La del siglo también se arrastra y sube con pena. Hay lentitud, cansancio, como en 1730. Bueno fuera empujarla y empuñar el barrote.