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Actualizado: 3 de octubre de 2025


Y como si la obscuridad y tristeza de la tierra y del firmamento solo hubieran sido el reflejo de lo que pasaba en el corazón de estos dos mortales, se desvanecieron también con su dolor.

Y digo que, no contenta mi fortuna de haberme quitado de mis estudios y de la vida que en ellos pasaba, tan regocijada y compuesta, y haberme puesto atraillado tras de una puerta, y de haber trocado la liberalidad de los estudiantes en la mezquinidad de la negra, ordenó de sobresaltarme en lo que ya por quietud y descanso tenía.

Por la plaza pasaba todo el vecindario de la Encimada camino del cementerio, que estaba hacia el Oeste, más allá del Espolón sobre un cerro. Llevaban los vetustenses los trajes de cristianar; criadas, nodrizas, soldados y enjambres de chiquillos eran la mayoría de los transeúntes; hablaban a gritos, gesticulaban alegres; de fijo no pensaban en los muertos.

Pero el obispo, que ignoraba todo lo que pasaba, manifestó deseos de oír cantar a la niña, que era su ahijada. La duquesa se volvió a sentar; saludó a María con su urbanidad acostumbrada y mandó llamar a su hija, quien no tardó en presentarse. Apenas terminaba la niña los últimos compases de la plegaria de Desdémona, cuando se oyeron tres golpes suaves en la puerta.

Fijábase únicamente en las distinciones con que se le honraba en aquella alta región. El ministro le pasaba la mano por el lomo; le llamaba «mi excelente don Simón», y hasta le daba un cigarro o se le pedía; y los porteros del Ministerio, esos proverbiales cancerberos, bruscos y desabridos hasta la ferocidad con todo simple mortal, con él se descoyuntaban a reverencias y cortesías.

Lo que no pasaba era aquella negrura que se veía sobre el horizonte frontero: lejos de pasar, iba avanzando y extendiéndose en todas direcciones; y cuanto más avanzaba y se extendía, «más de ella» quedaba a la otra parte; vamos, como la «jumera» de un calero muy grande que acabara de encenderse detrás de los montes lejanos.

Mi tío se entretenía en contarme la vida y milagros de cada aldeano que pasaba por delante de nosotros, saludándonos humildísimamente; provisto ya de su miserable tajada, objeto de sus ahorros de un mes.

Un día pasaba por el bosque, y un árbol se inclinó sobre su cabeza y tendió las ramas para estrangularle. Al levantarse por la mañana no estaba seguro de pertenecer por la noche al mundo de los vivos; al acostarse, no tenía ninguna certeza de que no le asesinarían durante la noche.

Otros muchos, encorvados sobre mismos, tiritaban al sentirse devorados por la fiebre y acusaban a Juan Claudio de haberlos llevado al Falkenstein. Hullin, con una firmeza de carácter sobrehumana, iba y venía observando lo que pasaba en los valles de los alrededores, sin pronunciar una palabra.

Si se había sonreído cuando besó un guante que le cayera; si se estaba al balcón a la hora que él pasaba; si le echaba miradas largas, intencionadas; si le había concedido dos rigodones y una polca en el último baile del Alcázar.

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