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Sabía que estaba malo, y basta. Cuando un padre padece, la hija no debe cantar. ¡Una mujer cuya conducta obligó al pobre de su marido a huir e irse a morir de vergüenza allá en las Indias!... Murió de la epidemia observó el veterano.

Me voy, te dejo, porque si estoy aquí, te pego, no tengo más remedio que romperte encima el palo de una escoba, y la verdad, si eres poco hombre para ese amor tan sublime, aún lo eres menos para recibir una paliza». Maximiliano la sujetó por el vestido y la obligó a sentarse otra vez. «Óigame usted... tía.

Un rugido de D. Primitivo les obligó á interrumpir el diálogo. Extático, con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplaba sin pestañear un cuadro de lechugas, mientras los compañeros le miraban sin comprender el motivo de tal sorpresa. Al fin, después de largo silencio, exclamó con voz ronca: ¡Si no lo viese por mis ojos, nunca lo creyera!

Me obligó a contarle, con todos los pormenores posibles, la historia de mi incipiente pasión. Por cierto que, al decirle que el objeto de ella era una monja, se asustó; pero le expliqué cumplidamente el caso y volvió a sosegarse. No conocía a Gloria, aunque había oído hablar de ella a sus amigas y tenía noticia de su familia.

Las serpientes, por ser del país, no pueden entender el español, lengua de Buenos Aires. Y ahora terminó con melancolía Jaramillo tendré que esperar hasta, el próximo Viernes Santo. De pronto empezó á hacer frecuentes viajes á Asunción, la capital del Paraguay. Su amigo, alarmado por estas ausencias, le obligó á confesar la causa. Lo he visto dijo Jaramillo misteriosamente.

Viéndole tan dudoso y alterado, díjole, al fin, con tono de dolido reproche: ¡Si no quieres, Salvador, yo no te obligo!...

Parecióme que al verme cerró los ojos, y que asió las rejas con sus dos manos para sostenerse. Cuando me dirigió la primera pregunta, temblaba su voz de tal modo, que era imposible entender sus palabras. Sin poder decir una sola, incapaz de discurso y de movimiento, permanecí yo breve rato con la cara apoyada en la reja. La monja que la acompañaba me obligó por fin a romper el silencio. La Sra.

Pensaba ir solo, pero la compañía de doña Sol le obligó a buscar un refuerzo, temiendo un mal encuentro en el camino. Buscó a Potaje, el picador. Era muy bruto y no temía en el mundo mas que a la gitana de su mujer, que cuando se cansaba de recibir palizas intentaba morderle. A éste no había que darle explicaciones, sino vino en abundancia.

Y la arrastró, embargado por el entusiasmo, hacia el diván, la obligó a sentarse de nuevo y se dejó caer de rodillas besando con fervor sus manos enguantadas. ¡Jesús, qué locura! exclamó la dama un tanto confusa . ¡Vaya una cosa para hacer tales extremos!

Hízose ansí, y en esto comenzó a soplar un viento largo, que nos obligó a hacer luego vela y a dejar el remo, y enderezar a Orán, por no ser posible poder hacer otro viaje. Todo se hizo con muchísima presteza; y así, a la vela, navegamos por más de ocho millas por hora, sin llevar otro temor alguno sino el de encontrar con bajel que de corso fuese.