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Actualizado: 1 de junio de 2025
A falta de testimonios, solamente la confesión de uno de los dos acusados podía excluir la idea del suicidio; ¡negado el valor de la declaración de la nihilista, y no pudiendo obligar a su compañero a inculparse, el resultado inevitable sería que el juez volviera a afirmarse en la opinión de la muerte voluntaria!
Si Alejo Zakunine quería castigar a la Condesa por el amor que profesaba a Vérod, y si la nihilista quería castigarla del amor que el Príncipe la profesaba, la complicidad perversa de los dos quedaba demostrada. Otros iban más lejos, pues al saber que el Príncipe se encontraba en dificultades de dinero, sostenían que los dos rusos habían muerto a la Condesa por robarla.
Antes que todo, habría que demostrar que los dos rusos son amante y querida, cosa que ambos niegan, y después, aunque esto llegara a probarse, para que la Natzichet matara a la Condesa, se necesitaba que ésta fuera un obstáculo para su amor. ¿En qué forma lo era? ¿Podía, acaso, la infeliz, ni sabía cómo impedir al Príncipe que se fuera con otras mujeres? ¿De qué modo hacía sombra esa desgraciada a la nihilista? ¿No tenían los dos rusos plena libertad para permanecer juntos en Zurich?
Los que culpaban, ya al Príncipe, ya a la nihilista, sostenían la inverosimilitud del suicidio, y para afirmar la existencia de éste, los otros aducían la inverosimilitud y la imposibilidad del delito. El juez Ferpierre estaba atento a todas estas voces para tratar de orientarse hacia el descubrimiento de la verdad.
Al anunciar a la nihilista que el Príncipe se había acusado, el juez había mentido en su empeño de llegar a la verdad; pero una duda asaltaba su mente en ese instante: si la joven al oír decir que Zakunine se declaraba culpable, había hecho por su parte otro tanto, ¿qué diría el Príncipe cuando conociera la confesión de su amiga? ¿Iban ambos a declararse culpables?
Repito a usted, pues, que la justicia no tiene en adelante cuentas que pedirle. Es evidente que el tiempo que ha pasado usted aquí dentro no podrá serle grato; pero supongo que no habrá dejado de ser fructuoso para sus estudios sociales. Sin pronunciar una palabra, sin un movimiento que demostrara su placer, impasible, inmóvil la nihilista fijaba la mirada en el juez.
Todas se referían a los estudios de la nihilista, había muchas escritas sobre las cuestiones sociales más discutidas, borradores de artículos destinados a la revista americana The Rebel, y a otras hojas españolas y holandesas de las cuales la autora era corresponsal.
El silencio de la joven, el creciente desconsuelo de sus miradas, el temblor de sus manos, la ansiedad que agitaba su seno, demostraban más y más al magistrado que había tocado la nota precisa; que verdaderamente Zakunine se había sentido otra vez presa del amor de la Condesa, que la nihilista había sufrido de los celos, que allí era necesario encontrar la razón del misterio.
En cuanto a la nihilista, su vida no estaba, como la de Zakunine, llena de atrocidad, y la dureza de la suerte que la había dejado sola a la edad de veinte años, la profundidad de sus estudios y la altura de su inteligencia, hablaban en su favor; pero el juez no perdonaba a una mujer, a una niña, el sangriento ideal de la destrucción, y si en algún momento se inclinaba a excusarlo, ese vínculo con el Príncipe le parecía sin excusa.
Pero ¿cómo el Príncipe, que debía hallarse, si no presente en esa escena, por lo menos cerca, no había acudido a impedir el delito? Y ¿cómo la nihilista, que nunca entrara en el cuarto de la Condesa, había sabido hallar el arma que ésta tenía guardada? Estas dificultades no inquietaban mucho al magistrado.
Palabra del Dia
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