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Después, gesticulando con recia manotada, echó de las moscas y dijo: Se ha muerto el boticario de la calle de Rodas y el carbonero de la calle de las Velas. En la casa del tío Caro no ha quedado más que el gato. Anoche no había novedad, y esta mañana la casa era un cementerio.

Luego que cayó muerto en tierra alzóse el pueblo contra los judios, i comenzó á meter á fuego i á saco algunas de las casas donde moraban los mas principales, i que mas nombre tenian de ricos entre los naturales de aquel reino.

Era hija de un Blanes el único pobre de la familia que mandaba los buques de sus parientes y había muerto de la fiebre amarilla en un puerto de la América central.

Por las caras conocidas que fue viendo mientras el fúnebre séquito pasaba, vino a comprender que el entierro era el de Arnaiz el Gordo, que se había muerto el día antes.

Lo que hasta entonces había conseguido saber sobre él no era muy satisfactorio. Parecía evidente que, en combinación con el monje, poseía el secreto del pasado del muerto, y quizá Mabel temía alguna desagradable revelación que se relacionara con los actos de su padre y con el origen de su fortuna.

Quilito, así que vió aparecer al portugués, sintió cierto desasosiego, y para ocultarlo, cogió el periódico que tenía cerca y lo colocó delante de su cara, fingiendo estar entregado a la más interesante lectura; de vez en cuando, miraba al descuido a don Raimundo, y le parecía tan feo y repulsivo como aquella vez que tuvo necesidad de sus servicios y se abocó a él, más muerto que vivo.

Bernardo cae sollozando sobre su cadáver, y llama á su madre, Jimena, al reanimarse, para que trueque con el muerto su anillo nupcial. Esta escena es la última de la comedia. Las doncellas de Simancas.

Encargadle que los alguaciles sean bravos por si Quevedo arrastra de espadas. Es decir, que le prendan muerto ó vivo. ¿Quién ha dicho eso? exclamó la condesa con impaciencia y cólera que le prendan vivo y sin tocarle con las espadas: seis hombres bien pueden apoderarse de uno solo, por valiente que sea, sin herirle. ¡Ah! muy bien, señora.

Me encontraba solo en mi pieza particular, fumando y completamente confundido en la empresa de resolver el problema de las cartas del muerto. De un salto me puse en pie para recibir a Mabel, que estaba encantadora y muy elegante con sus ricas y abrigadas pieles.

El entierro lo harían al día siguiente en Izarte. Enviamos a un hombre a que encargara el ataúd al carpintero, y Urbistondo y yo nos quedamos en la casa. Me sorprendió bastante ver al médico de Elguea, que allí mismo sobre la mesa extendió la partida de defunción del muerto, a nombre de Tristán Ugarte, de profesión marino. Me chocó, pero no dije nada.