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Pero es muy breve el tiempo que permanece mirándolo, porque de pronto suenan en la calle unos cantos terribles. ¿Qué son estos cantos? Son sencillamente los responsos que van echándole a un muerto que llevan a enterrar. Al oírlos, la vieja siente que un gran terror se apodera de todo su cuerpo. No, no; esos cantos no son para el muerto que pasan por la calle, sino para ella.

Uno de sus perros murió con la cabeza apoyada en sus rodillas, mirándolo hasta el último instante con sus ojos apagados y tristes, y cuando lo vio ya rígido, cuando sintió frío e inerte el cuerpo antes vibrante bajo sus caricias, cuando hubo comprendido el misterio de la muerte, el llanto, un llanto mudo y copioso se desbordó de sus ojos.

El chicuelo de la cascada había huido al ver los revólveres, con un trote de perro inquieto, refugiándose bajo el telón. Desde allí, cual si temiese por la integridad de aquellos bocales de dulces, que eran la fortuna de la familia, abarcándolos en sus brazos, avanzaba la jeta, mirándolo todo con ojos de antílope asustado. Pareció reflejar el paisaje la emoción general.

Subía al alcázar de proa, inspeccionaba el sollado, recorría el barco mirándolo todo, riñendo porque no encontraba las cosas bastante limpias, y al final de su paseo escalaba la toldilla de popa y se apoyaba en unos de los cañones. Así permanecía silencioso, sumido en sus pensamientos. Si en estos días de fiesta algún vasco, imitando a los demás, blasfemaba, Zaldumbide le castigaba cruelmente.

Sentí al entrar al comedor una leve palpitación del corazón, la que desapareció tan pronto como me acordé de mi juramento de la víspera. Me le acerqué, serena, mirándolo de frente, y le extendí la mano. ¿Marta duerme todavía? pregunté.

Don Juan, mudo y absorto, permanecía en pie; Cristeta separó a un lado las ropas e hizo a su amante seña de que se sentara junto a ella en el sofá. Obedeció él, y en seguida, mirándolo todo con extrema curiosidad, sin poder ni querer contenerse, dijo: Esto es imposible, no puede ser. ¿Vives aquí? Cristeta, con grandísima calma, pero algo alterada la voz por la emoción, repuso: Esta es mi casa.

Y, para disimular su turbación, se lleva la mano al bigote. , se trabaja repite ella maquinalmente, mirándolo siempre. Después, de pronto tendiendo hacia él la mano y apartando los cinco dedos como si quisiera señalarlo con todos a la vez, dice en medio de una explosión de risa: Pero ¿no es usted Juan? El balbucea: ... soy yo... ¿Y usted? Yo soy su mujer. ¿Qué? ¿usted?... ¿la mujer de Martín?

Si, por complacer a su padre, tomaba la resolución de estarse quieto y sentadito en una silla toda la tarde, esto era lo que no podía ver el pasmo de Sevilla: «¡Jesú qué niño tan posma! ¡Siempre en las mismitas faldas de una, mirándolo todo, observándolo todo!... ¡Ay, qué fatigaNi era fácil, como se ve, que le diese gusto en nada.

Y la familia entera con un aspecto de audacia tranquila, de inmutable atrevimiento; robustos, duros y grandes por la alimentación carnívora desde el momento del destete; mirándolo todo con descaro, llamándose a gritos, introduciéndose por las puertas en irrupción arrolladora, como si todo fuese suyo.

Aquí se fundó Buenos Aires dijo Ojeda . Ese caserón es el palacio del Gobierno, lo que llaman «la Casa Rosada». La plaza es la de Mayo. Aquel templo griego, la catedral; ese obelisco blanco, la pirámide de la Independencia. Remontaban la cuesta algunos grupos de hombres de campo llevando a la espalda fardos de ropas. Sus mujeres marchaban junto a ellos, mirándolo todo con ojos de asombro.