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Actualizado: 14 de mayo de 2025


Su mirada vagaba alrededor de la luz, cazando una idea. La luz iluminaba la mesilla cubierta de hule negro, sobre el cual estaban los libros de estudio, forrados con periódicos y muy bien ordenados por doña Lupe; dos o tres frascos de sustancias medicinales, el tintero y varios números de La Correspondencia.

Sobre la mesilla hay una palmatoria con su bujía apagada, un reloj despertador, dos ó tres libros de cubierta amarilla, un par de guantes y un pañuelo de seda. El caballero que duerme en la cama del siglo XVII, duerme con la cara hacia la pared y no podemos decir otra cosa sino que es rubio y disfruta de abundante y riza cabellera.

¿Tendría usted... por ahí... un poquito de agua?... dijo don Fermín, que se ahogaba, y que no podía separar la lengua del cielo de la boca. Don Víctor buscó agua y la encontró en un vaso, sobre la mesilla de noche. El agua estaba llena de polvo, sabía mal. Don Fermín no hubiera extrañado que supiera a vinagre. Estaba en el calvario.

Por fin, en no cuál apareció una mujer, que tenía delante una mesilla con licores, rosquillas, pasteles adornados con hormigas y unos... ¿qué era aquello? «¡Pájaros fritos! gritó Jacinta a punto que Juan bajaba del vagón . Tráete una docena... No... oye, dos docenas». Y otra vez el tren en marcha.

Con este fin, puramente lógico, dió una tremenda patada a la mesilla dorada donde reposaba la aborrecida licorera, que se derrumbó con estrépito y se hizo cachos.

Decidióse al fin a sacar una mano, y tomó de sobre la mesilla de noche las varias cartas; eran estas cuatro o cinco, y llamóle la atención, desde luego, una grande y cuadrada que traía el sello del Congreso, porque parecióle notar el tacto que venía en el interior, además del papel, un pequeño objeto redondo.

Pero se apresuró a disimularla riendo. ¡Ya lo decía! ¿Qué tienes que pedirme, rubita? En tomando el café lo sabrás. No pudo arrancarle antes el secreto. Arrimó una mesilla japonesa a la butaca donde estaba el duque. Para trajo una sillita dorada.

Un momento después, entraba la diligente anciana en la fementida tabernuca que da la cara al público en el establecimiento citado, y lo primero que allí vio fue la abominable estampa de Luquitas, el esposo de Obdulia, que con otros perdidos y dos o tres mujeres zarrapastrosas, jugaba a las cartas en una sucia mesilla circular, entre copas de Cariñena y Pardillo.

Y cuando me despierto, mientras me desperezo un poco y recapitulo sobre lo que he de hacer durante el día, oigo un reloj que suena las diez en el piso de al lado, y después otro en el piso de abajo, y luego otro en el piso de arriba. Y mi reloj, este reloj pequeñito que conoces, va marchando sobre la mesilla en un tic-tac suave. Como es ya tarde ¡las diez! , me echo de la cama y abro el balcón.

Miró a todas partes; nada se descubría por ningún lado que denunciase el voraz elemento, y, sin embargo, el tufillo o trapo quemado seguía dándole en las narices con progresiva persistencia. Asomó la cabeza fuera de las cortinas del lecho, miró bajo la almohada, entre las mantas, en la fosforera de porcelana que sobre la mesilla tenía... ¡Nada, nada!

Palabra del Dia

hociquea

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