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Mesía se despidió al dejar dentro del coche a las damas. Entonces apretó un poco la mano de Anita que la retiró asustada. Don Álvaro se volvió al palco del Marqués a dar conversación a don Víctor.

Mesía no se daba prisa. «Aquella casada no era como otras; había que conquistarla como a una virgen; en rigor él era su primer amor y los ataques brutales la hubieran asustado, le hubieran robado mil ilusiones.

Y le parecía que el pecado de querer a un Mesía era ya poco menos que nada, sobre todo si servía para huir de los amores de un Magistral... «¿Pero qué se habría figurado aquel señor cura?». No se acordaba la Regenta ahora de aquello del «hermano mayor del alma», ni de la leña que ella, sin mala intención, sin asomo de coquetería, había arrojado al fuego de que ahora se avergonzaba.

Lo primero que quería averiguar era lo del otro, si el Magistral mandaba allí». El rostro de la dama al decir Mesía aquello y otras cosas por el estilo, todas de novela perfumada, le dejó ver al gallo vetustense que el Magistral no era dueño del corazón de Anita.

Se fue a Madrid Mesía, a cepillar un poco el provincialismo. Dejaba ya en Vetusta muchas víctimas de su buen talle y arte de enamorar, pero los mayores estragos pensaba hacerlos a la vuelta. La tarde en que Álvaro tomó la diligencia, Ana había salido a paseo con sus tías por la carretera de Madrid. Encontraron el coche. Álvaro las vio y saludó desde la berlina.

Y todo lo que alababan era obra del otro, de Mesía. Cuando este quería castigar a alguno de los suyos, le ponía enfrente de un candidato reaccionario a quien había que dejar el triunfo.

Mesía recordó lo que Visitación le había dicho la tarde anterior: cuidado con el Magistral que tiene mucha teología parda. Sin que nadie le instigara era él ya muy capaz de pensar groseramente de clérigos y mujeres.

Esta parte ridícula, según él, de su empeño, ponía furioso unas veces al gentil Mesía y otras de muy buen humor. ¡Era chusco! ¡

Pero fuera de eso, que es lo excepcional continuaba Mesía diciendo hay que desengañarse, lo que buscan las mujeres es un buen físico.

La marquesa de Vegallana, todavía de azul eléctrico, se levantó de su silla de raso carmesí con respaldo de nogal, y abrazó sin que pareciera mal, a su querida Anita. Hija, gracias a Dios, creía que era el desaire ciento uno. La Marquesa también había puesto empeño en que Ana asistiera al baile y a la cena, «que tendría la élite en petit comité». Todos estos galicismos los había importado Mesía.