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Melisa tenía una vaga idea de la ironía, permitiéndose a veces una especie de humor sardónico, que se manifestaba por igual en sus acciones y en su manera de hablar. Pero el joven continuó de este talante, hasta que hubieron llegado a casa de la señora Morfeo y hubo depositado a Melisa bajo su cuidado maternal.

Se le ofreció descanso y un refresco que rehusó, restregándose los ojos, para evitar las miradas de sirena de los ojos azules de Sofía, excusose y se fue derecho a casa. Durante los dos o tres días siguientes al arribo de la compañía dramática, Melisa iba tarde a la escuela, y a causa de la ausencia de su constante guía, el paseo usual del maestro la tarde del viernes, fue por una vez omitido.

Está usted hablando de las revoluciones de esta tierra y de los movimientos del sol y creo ha dicho que esto se efectúa desde la creación, ¿no es verdad? Melisa lo afirmó desdeñosamente. Bueno, ¿y es esto cierto? exclamó Mac Sangley, cruzándose de brazos. dijo Melisa, apretando con fuerza sus labios de coral.

¿No está usted loco? dijo con un sacudimiento interrogativo de todo su cuerpo. No. ¿Ni fastidiado? No. ¿Ni hambriento? No. ¿Ni pensando en ella? ¿En quién, Melisita? En aquella chica blanca. No. ¿Me da usted palabra? . ¿Y por su sagrado honor? . Entonces Melisa le dio un beso salvaje, saltó del árbol y se escapó volando.

El lector imaginará que Melisa y Sofía alcanzaron la preeminencia y compartían la atención del público. Melisa, con su claridad de percepción natural y confianza en misma; Sofía, con el plácido aprecio de su persona y la perfecta corrección en todas sus cosas. Los otros pequeñuelos eran tímidos y atolondrados.

Jamás lo comunicó a la señora Morfeo, ni a Sofía, ni menos a los alumnos que asistían a sus clases. Esta reserva tenía su explicación en la antipatía constitucional a enredar, sobre todo en el deseo de ahorrarse las preguntas y conjeturas de la curiosidad vulgar y de que nunca creía que iba a hacer algo hasta el momento que lo había puesto en práctica. No le gustaba pensar en Melisa.

No podía ocultársele que Melisa era vengativa, irreverente y voluntariosa, que sólo tenía una facultad superior propia de su condición semisalvaje, la facultad del sufrimiento físico y de la abnegación, y otra, aunque no muy constante, atributo de fiera nobleza, la de la verdad. Melisa era a la vez intrépida y sincera; dos cosas que en aquel carácter venían a reducirse a una sola.

Al dirigirse a casa de la señora Morfeo, el maestro creyó prudente ridiculizar la función de arriba abajo. No me extrañaría dijo que Melisa creyese que la joven que tan bellamente representa lo hace en serio, enamorada del caballero del rico traje, y aun suponiendo que estuviere enamorada de veras, sería una desgracia. ¿Por qué? dijo Melisa, alzando los caídos párpados. ¡Oh!

Melisa tenía la cara lívida, pero su excitación había desaparecido y su mirada era como la de una persona a quien algún suceso, por largo tiempo esperado, hubiese acontecido; expresión que al maestro, en su atolondramiento, le parecía casi como de alivio. Allí delante aparecía una cabaña cuyo techo aguantaban dos maderos apolillados.

Cuando murió Smith, dirigió cartas a los parientes de éste y recibió contestación de una hermana de la madre de Melisa; dando las gracias al maestro, le manifestaba su intención de abandonar con su marido los Estados del Atlántico en dirección a California, dentro de poco tiempo.