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Balbuceó algunas palabras, apenas perceptibles; pero el maestro, separando de su frente el negro cabello, la besó, y así, asidos de la mano, salieron de las húmedas y perfumadas bóvedas del bosque por el abierto camino bañado en la luz matinal. No tan malévola en su trato respecto a los demás alumnos, Melisa conservaba todavía, una actitud ofensiva respecto a Sofía.

La señora Morfeo tenía la amorosa debilidad de imaginarse que Sofía era un consuelo y un ejemplo para Melisa, y siguiendo esta sofistería, la señora Morfeo sacaba a Sofía a colación ante Melisa, cuando ésta era mala, presentándola a la niña como modelo reverente en sus momentos de contrición.

Su risa era franca, pero despertó un eco tan extraño en la pequeña casa escuela y pareció tan inconsecuente y discorde con el gemido de los pinos del exterior, que a ella siguió un suspiro, tan sincero, a su manera, como la risa anterior. Sucediose un momento de grave silencio, que el maestro fue el primero en romper, preguntando a Melisa por su padre.

Mac Sangley, en su primer juicio del carácter de la niña no pudo concebir que jamás hubiese poseído una muñeca. Y es que el maestro, parecido a muchos otros perspicaces observadores, estaba más seguro en los raciocinios a posteriori que en los a priori. Melisa tenía muñeca, pero era propiamente la muñeca de Melisa una reproducción en pequeño de ella misma.

Su única falda roja, ajada, estaba sucia y harapienta, como lo había sido la de la niña. Jamás se había oído a Melisa aplicarla cualquier término infantil de cariño. Nunca le enseñaba en presencia de otros niños.

A la mañana siguiente de este sentimental episodio, Melisa no fue a la escuela. Llegó el mediodía, pero no Melisa. Interrogada Sofía sobre el asunto, dijo que habían salido juntas hacia la escuela, pero que la voluntariosa Melisa había tomado otro sendero. Por la tarde el mismo misterio, y al llegar la noche vio el maestro a la señora Morfeo, cuyo corazón maternal estaba realmente sobresaltado.

Todo el mundo conoce a Melisa, que así se la llamaba por toda la comarca del Red-Mountain; todos la conocían por una chica indómita. Su temperamento díscolo e ingobernable, sus locas extravagancias y carácter desordenado, eran tan proverbiales a su manera como la historia de las debilidades de su padre, y eran aceptadas por los vecinos con la misma filosofía.

Aunque obediente ante la mirada del maestro, a menudo, durante el asueto, contrariada o irritada por un desprecio imaginario, Melisa rabiaba con furia indómita, y más de una vez algún pequeño educando, que había querido igualar con ella sus armas de combate, palpitante, con rasgada chaqueta y arañado rostro, buscaba protección al lado del profesor.

Como es natural, estos anuncios ocasionaron un gran movimiento entre la gente menuda y eran tema de agitación y de mucho hablar entre los alumnos de la escuela. El maestro había prometido a Melisa, para quien esta clase de placer era sagrado y raro, que la llevaría, y en la importante noche del estreno el maestro y Melisa asistieron puntualmente.

Por una casualidad, descubrió la señora Morfeo el secreto de su poco grata existencia. Como compañera que había sido de las excursiones de Melisa, llevaba señales evidentes de los sufrimientos y peripecias pasadas. La intemperie y el barro pegajoso de las zanjas borraron prematuramente su color primitivo. Era en un todo el retrato de Melisa en pasados tiempos.