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En diez años no se había visto otra cosa. ¿Pero sublevarse Martínez, que siempre había estado de acuerdo con los que mandaban?... En el Palacio de Méjico, el presidente provisional, los ministros y los personajes que dirigían al gobierno se miraban con extrañeza al comentar este acto inexplicable.

Si mandaban los del Marqués, don Álvaro repartía estanquillos, comisiones y licencias de caza, y a menudo algo más suculento, como si fueran gobierno los suyos; pero cuando venían los liberales, el marqués de Vegallana seguía siendo árbitro en las elecciones, gracias a Mesía, y daba estanquillos, empleos y hasta prebendas.

Y hete aquí que junto al campo de la romería se alquiló una huerta de altas tapias, y se sorrapeó una parte de ella, y se puso á la puerta un hombre con orden terminante de no dejar entrar á nadie que no fuese presentado ó acompañado por alguno de los señores que mandaban allí.

Se acercaba para el día de la marcha; el tiempo de licencia concluía; de Cádiz me mandaban recados urgentes. Aquello de pasarme cuatro o cinco años seguidos en el mar, me parecía muy duro. Mi madre se lamentaba al mismo tiempo de que tuviese que ir y de que perdiese una plaza tan buena. No sabía a quién dirigirme, y se me ocurrió, medio en serio, medio en broma, ir a consultar a Quenoveva.

En los periódicos de entonces puse algunas anacreónticas; pero no con mi nombre. Anacreónticas; siga usted; vamos a lo gordo. Cuando los franceses, escribí un folletito que no llegó a publicarse... ¡como ellos mandaban! Folletito que no llegó a publicarse. He hecho una oda al Huracán, y una silva a Filis. Huracán, Filis.

Y que advirtiendo a la gran cosecha de redondillas, canciones y sonetos que había habido en estos años fértiles, mandaban que los legajos que por sus deméritos escapaban de las especerías, fuesen a las necesarias sin apelación.

A pesar de esta última súplica, que denotaba una inquietud y una vacilación mal disimuladas bajo la aparente resolución de las primeras líneas, Liette no respondió, firmemente decidida, aunque se rompiese su corazón, a no salir de la reserva que le mandaban imperiosamente su dignidad y su deber. Raúl volvió a la carga.

Mandaban los otros... todos menos la casa de Brull. La monarquía se la había llevado la mala trampa; legislaban en Madrid los hombres de la revolución de Septiembre. Los industrialillos de la ciudad, rebeldes siempre a la soberanía de don Ramón, tenían fusiles en las manos, formaban una milicia, y eran capaces de plantar un balazo a los que antes les habían tenido bajo el pie.

Tal vez el imperio de los muertos fuese parcial y estuviera ya en decadencia. En otros tiempos mandaban como déspotas: esto era indudable. Ahora sólo dominaban en determinados lugares, perdiendo en otros para siempre toda esperanza de poder. En Mallorca aún gobernaban con mano fuerte: lo decía él, el chueta. En otros países, tal vez no.

Pos ¿quién te le dió, cuando debieron haberte leído la sentencia de muerte? Un cabo de cañón y un terrestre de mucha soflama que mandaban allí. ¿Y el señor comendante y los oficiales? Harto tuvieron que hacer con tomar puerto en la cámara, después de tumbar á media docena de prenunciaos. Pero, retiña, ¿cómo no te ahorcaron al saltar á tierra?