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La duquesa viuda de Felipe Igualdad jamás quiso asociarse a los manejos revolucionarios de los partidarios de su marido, así como tampoco a las intrigas dinásticas que se desarrollaban en este partido, capitaneado por Dumouriez, hacia donde madame de Genlis conducía poco a poco a su discípula. ¡Lástima grande que las intenciones de madame de Genlis hubiesen triunfado!

La duquesa dijo con voz desfallecida que ella había visto en Londres, en la galería de madame Toussaud, la guillotina misma en que murió Luis XVI. La señora de López Moreno se llevó la mano a su gordo pescuezo, como si ya sintiese allí el filo de la fatal cuchilla.

Aquella mujer que no comprendió que mi mujer no la comprendia, se me quedó mirando, como si esperase que yo la explicara el asunto. Mi señora ha contestado á usted, la dije, que no entiende el francés. La mujer se quedó parada, y echaba unos grandes ojazos á mi compañera, al mismo tiempo que exclamaba con mucho asombro: ¡Madame ne comprend pas le français! ¡La señora no entiende el francés!

Para distraerla, siguiendo mis aficiones didácticas, me entretuve en hacer cerca de Madame Duval el papel de cicerone. Madame Duval seguía a mi servicio y jamás se había detenido en las orillas del Tajo.

Marcelo Valdés, dejándose llevar por su brillante imaginación de novelista, había zurcido y fraguado luego toda su «novela de malas costumbres», alrededor de las tres personalidades de monsieur Jaccotot, su mujer y su hija. La trilogía era completa: Monsieur, Madame et Bébé! Con verdadero ingenio, su ensayo no carecía de gracia y humorismo.

El castillo reedificado por el rey D. Fernando, o, mejor dicho, creado por él con estupenda inspiración artística, me pareció más encantador que nunca, y procuré, aunque lo conseguí sólo a medias, infundir en el alma de Madame Duval una admiración igual a la mía.

Bramó de ira el gaucho al recibir el mensaje, pero disimuló la ira y hasta aparentó cierta conformidad, meditando y proyectando una venganza. Aunque no dijo a Madame Duval que lo sabía, Pedro Lobo era sabedor de la ventura del joven Arturo. No habían faltado amigos oficiosos que le escribiesen a Buenos Aires informándole de cuanto se sabía o se presumía como evidente.

¡Ay! La tierra ignora nuestros dolores. El príncipe sale de su abstracción, y ve al coronel que le saluda de lejos. Ya está de vuelta, acompañado de madame Toledo, cuya cabeza apenas le llega al hombro. Durante el camino ella ha mirado atrás muchas veces, con la esperanza de verse seguida por el suboficial americano.