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Actualizado: 3 de julio de 2025
Los botes ligeros, con sus vientres blancos y azules y el mástil graciosamente inclinado, formaban una fila avanzada al borde de la playa, donde se deshacían las olas y una delgada lámina de agua bruñía el suelo, cual si fuese de cristal; detrás, con la embetunada panza sobre la arena, estaban las negras barcas del bou, las parejas que aguardaban el invierno para lanzarse al mar, barriéndolo con su cola de redes; y en último término los laúdes en reparación, los abuelos, junto á los cuales agitábanse los calafates, embadurnándoles los flancos con caliente alquitrán, para que otra vez volviesen á emprender sus penosas y monótonas navegaciones por el Mediterráneo; unas veces á las Baleares con sal, otras á la costa de Argel con frutas de la huerta levantina, y muchas con melones y patatas para los soldados rojos de Gibraltar.
Había que esperar a que cerrase la noche. Pero la muchedumbre estaba dominada por esa impaciencia que, entre la gente levantina, basta que sea manifestada por uno para que los demás se sientan contagiados. ¡Fueeego..! ¡fueeego...! seguían aullando de los cuatro lados de la plazoleta.
Caía de los balcones una lluvia de pétalos de rosa, volaba el talco como nube de vidrio molido, estallaban luces de colores en todas las esquinas, y entre el perfume del incienso, el agudo reclamo de las cornetas, la grave lamentación de la música, la melancólica salmodia de los sacerdotes y el infantil balbuceo de las campanillas de plata, avanzaba el palio abrumado por la lluvia de flores, iluminado por el resplandor de incendio de las bengalas; y el sol de oro, mostrándose en medio de tal aparato, enloquecía a la muchedumbre levantina, pronta siempre a entusiasmarse por todo lo que deslumbra, e inconscientemente, lanzando un rugido de asombro, empujábanse unos a otros, como si quisieran coger con sus manos el áureo y sagrado astro, y los soldados que guardaban el palio tenían que empujar rudamente con sus culatas para conservar libre el paso.
La fiebre levantina enloquecía a los nietos de los rífenos, y eran muchos los que, con la blusa chamuscada, sacudiéndose la lluvia de pavesas, corrían siguiendo la marcha del fuego, deteniéndose para silbar al pirotécnico cuando la traca se cortaba, apagándose por algunos segundos.
Tenemos ahora en París una colonia rusa, una colonia española, una colonia levantina, una colonia americana, y estas colonias poseen cada una sus iglesias, sus banqueros, sus médicos, sus diarios, sus pastores, sus pobres y sus dentistas.
Los botes ligeros, con sus vientres blancos y azules y el mástil graciosamente inclinado, formaban una fila avanzada al borde de la playa, donde se deshacían las olas y una delgada lámina de agua bruñía el suelo cual si fuese de cristal; detrás, con la embetunada panza sobre la arena, estaban las negras barcas del bòu, las parejas que aguardaban el invierno para lanzarse al mar, barriéndolo con su cola de redes; y en último término, los laúdes en reparación, los abuelos, junto a los cuales agitábanse los calafates, embadurnándoles los flancos con caliente alquitrán, para que otra vez volviesen a emprender sus penosas y monótonas navegaciones por el Mediterráneo: unas veces a las Baleares con sal, otras a la costa de Argel con frutas de la huerta levantina, y muchas con melones y patatas para los soldados rojos de Gibraltar.
Palabra del Dia
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