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La verdad es que no lo dijo Francisca. Por mi parte prefiero confesar en seguida que no entiendo nada de todo eso. Ya ve usted respondió sencillamente la de Ribert, que el señor Marcelier tenía razón. ¿Y la otra carta? preguntó Francisca, queriendo cambiar de conversación. Genoveva puso en la mesa la carta que acababa de leer, y cogió la reclamada por Francisca.

La ambición ardía en los pechos de los exploradores de la raza semítica; apetecíanse y buscábanse con noble emulación los cargos de secretarios de las secciones. ¡Era tan brillante el levantarse en el comienzo de las sesiones a leer el acta de la anterior! Las intrigas tenebrosas menudeaban; las traiciones eran cosa corriente.

Aquí interrumpió la disputa el marqués de Villamelón, que entraba restaurado ya por completo de sus desperfectos de la mañana. Al verle Diógenes, cogió prontamente un periódico y púsose a leer junto a la chimenea, en el lado opuesto.

Metidos en paz, yo les dije que quería aprender virtud resueltamente, e ir con mis buenos pensamientos adelante, y así que me pusiesen a la escuela; pues sin leer ni escribir no se podía hacer nada. Parecióles bien lo que yo decía, aunque lo gruñeron un rato entre los dos.

En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio.

Aquel mismo año en que Fortunato lo había hecho tan mal, en concepto de los señores magistrados, se lució en su sermón de viernes el sinuoso Arcediano. Ya lo anunciaba él muchos días antes. «Señores, no llamarse a engaño; a hay que leerme entre líneas; yo no hablo para criadas y soldados; hablo para un público que sepa... eso, leer entre líneas». La musa de Glocester era la ironía.

Apenas oyó su nombre don Quijote, cuando se puso en pie, y con oído alerto escuchó lo que dél trataban, y oyó que el tal don Jerónimo referido respondió: ¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos disparates? Y el que hubiere leído la primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta segunda.

Leyó después la de su padre, escrita el jueves, antes de sentirse mal; las de sus hermanas, entre las que recibió una de la «nena» en que le pedía que al regresar de la estancia le llevara «un pichón de paloma pero que sea todo blanco»; las de sus amigos que invariablemente lamentaban su «partida en secreto, como si no quisieras despedirte»; y luego empezó a leer, por orden de fechas, las cartas de su novia.

Así como todo lector cándido y crédulo podrá inferir después de leer La sima que es una abominable patulea la mayoría de los seres humanos, la lectura de otra flamante novela que tengo sobre mi mesa, y cuyo título es Nieve y cieno, puede inducir en error menos cruel, pero no menos evidente. ¿Es verosímil, es frecuente en la vida real que haya un gran conjunto de hombres y de mujeres apacibles, sencillos, virtuosos y buenos a carta cabal, los cuales vivirían feliz y honradamente en un perpetuo y almibarado idilio, si no hubiese un tirano que les impusiese su yugo, que los tratase a puntapiés y que los dominase a su antojo, como fiero y rústico pastor a rebaño manso e inerme.

¡Que se necesita una semana para leer todo esto y ante la imposibilidad de hacerlo acaba uno por no leer más que los títulos y a veces ni eso! ¿De modo que los diarios no sirven para nada? Van en ese camino, como que han pasado de la síntesis informativa a la dilución abrumadora. ¡Es ganas de criticar! No hay tal y en menos; pero mira... 36 páginas... y... 24 páginas...