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Actualizado: 23 de julio de 2025
España está en manos de bandidos; en nada se repara; artes del diablo se ponen en uso y lo mismo se derrama la sangre de los hombres para cualquier enredo villano, que agua de lavadero. Malhayan de Dios los reyes tontos, que dan ocasión á la soberbia y á la codicia de los pícaros. ¿Pero quiénes serán éstos? Paréceme que andan en litera. En efecto, sonaba una llave en la portezuela. Esta se abrió.
Así transcurrió el tiempo para las dos familias, sin agredirse como en otra época, pero sin aproximarse: inmóviles y cristalizadas en su odio. Una tarde sonaron a rebato las campanas del pueblo. Ardía la casa del tío Rabosa. Los nietos estaban en la huerta; la mujer de uno de éstos en el lavadero, y por las rendijas de puertas y ventanas salía un humo denso de paja quemada.
JOAQUÍN. Yo estoy seguro de usted y le garantizo que será admitida. Tengo un asunto para usted: un lavadero con unas aldeanas, desnudas hasta la cintura, golpeando la ropa. JOAQUÍN. Es un asunto eterno. Vendrá usted a hacer esto a mi casa.
A cada paso corta la monotonía de las hileras de chopos y negrillos algún accidente pintoresco: ya un lavadero, ya una casita que remoja los pies en el río, ya una presa, ya un molino, ya una charca de patos. El molino, en particular, parecía dispuesto por un pintor efectista para algún lienzo de naturaleza perfeccionada.
Clara y Elena salieron por la puerta de madera del jardín y, sin internarse en el bosque, siguiendo el muro llegaron hasta uno de los ángulos, examinaron el paraje en que se iba a erigir el lavadero y dieron su opinión acerca de él. Pero Elena pronto se distrajo echando miradas codiciosas a una mata de nísperos que crecía un poco más lejos. Mira, Clarita, aguárdame un instante... ¡Elena! ¡Elena!
Sin pérdida de tiempo logró entrar en el lavadero de Chy-Fook como asistente, y el viernes próximo fue enviado con un cesto de ropa limpia a los varios clientes de la empresa. Era una de esas tardes de nieblas, uno de estos días descoloridos, grises, que desmienten el nombre del verano para cualquiera, excepto para la exaltada imaginación de los ciudadanos de San Francisco.
Un gallo cacareaba entre las gallinas, recostadas junto a la pared. Un gato cruzó como el relámpago y desapareció por la entrada del sótano. Hullin creía despertar de un sueño. Después de algunos minutos de aquella silenciosa contemplación, dirigiose lentamente hacia el lavadero, cuyas tres ventanas brillaban en medio de las tinieblas.
Las que me conocéis, las de mi lavadero, ¿no m'habéis oído contar que cuando mi hijo se me moría le dio la teta una señora?... ¡Pues ésta es! ¡Pa hacerla daño me tenéis que matar a mí!
Por último, el anabaptista, sentado en el fondo del lavadero, en una silla de madera, con las piernas cruzadas, la mirada alta, el gorro de algodón echado hacia atrás y las manos metidas en los bolsillos del casacón, contemplaba aquella escena como si estuviera maravillado, y de vez en cuando decía en tono sentencioso: Lesselé, Katel, obedeced, hijas mías; que esto os sirva de enseñanza; aún no conocéis el mundo, y hay que andar más de prisa.
Palabra del Dia
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