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Caminaban tambaleándose cuando creían marchar en línea recta; se detenían los dos al mismo tiempo en ciertos sitios, sin saber por qué. Su tardo paso ponía en conmoción las «villas». Los perros de los jardines ladraban furiosamente á los intrusos, incrustando sus hocicos entre los hierros de las verjas.

Aquel Pimentó tenía el pellejo duro, y arrojando sangre y barro iba tal vez á rastras hasta su barraca. De él debía proceder un vago roce que creyó percibir en los inmediatos campos semejante al de una gran culebra arrastrándose por los surcos; por él ladraban todos los perros de la huerta con desesperados aullidos.

Ladraban los perros, cada vez más furiosos; entreabríanse las puertas de alquerías y barracas, arrojando negras siluetas que ciertamente no salían con las manos vacías. Con silbidos y gritos entendíanse los convecinos á grandes distancias.

Se hacía tarde; debían llegar antes de anochecer á un determinado acantonamiento. Iban cuesta abajo, al abrigo de una arista de la montaña, viendo pasar muy altos los proyectiles enemigos. En una hondonada encontraron varios grupos de cañones de 75. Estaban esparcidos en la arboleda, disimulados por montones de ramaje, como perros agazapados que ladraban asomando sus hocicos grises.

Maltrana contemplaba los perros, que abrían la marcha, silenciosos, con el cuello estirado y las orejas avanzadas, husmeando el negro horizonte, sin un gruñido, sin prestar atención a los compañeros de raza que ladraban en las lejanas huertas. Llevaban más de una hora de marcha, sin ver las tapias de El Pardo.

Sus buques permanecían encadenados un año entero en los puertos de Aulide por miedo á la hostilidad de la atmósfera, y para aplacar á las divinidades del Mediterráneo sacrificaban la vida de una virgen. Todo era peligro y misterio en el reino de las ondas. Los abismos rugían, los peñascos ladraban, los escollos eran sirenas cantoras que iban atrayendo con su música á las naves para despedazarlas.

Allí dentro guardabais los enormes perros de hinchados carrillos, que ladraban noche y día

Vamos al pueblo dijo Ugarte a ver si encontramos algo que comer. El cielo estaba despejado y lleno de estrellas; los charcos, helados; el suelo, endurecido por la escarcha. El viento frío soplaba con fuerza. Nos acercamos a la aldea. Era ésta de pocas casas. Los perros ladraban en el silencio de la noche. Pasamos por delante de una casita pobre con dos ventanas iluminadas.

Eran próximamente las nueve; el loco fue a sentarse junto a un rincón del hogar, que llameaba... Duchêne, el mozo de labor, reparaba la silla de montar de Bruno; el pastor Robin hacía una cesta, y Anita colocaba los cacharros en el vasar; yo había acercado el torno al fuego para hilar una rueca antes de acostarme. Fuera, los perros ladraban a la Luna; debía de hacer mucho frío.

Los había de varias razas y tamaños, todos sucios, con los ojos amarillentos y una baba rabiosa en los colmillos: animales casi salvajes, que sólo de tarde en tarde veían llegar algún pobre, y sentían feroz extrañeza ante Isidro, irritados por su exterior de hombre de ciudad. No ladraban.