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Actualizado: 14 de mayo de 2025


Don Juan en la cabecera, con las dos niñas, y en el extremo opuesto doña Manuela, teniendo a la derecha a Juanito y a la izquierda la silla destinada a Rafael. La humeante sopera descansó en el centro de la mesa, con el cucharón de plata metido en las entrañas, y rápidamente se llenaron los platos. ¡Soberbia sopa!

No; salió después de comer. ¿Necesitas verle? ¿es urgente el asunto? Pues entonces... y se rascó la cabeza como si dudase , entonces puedes buscarlo en tu casa; de seguro lo encontarás. No qué demonios tiene que hacer, siempre metido allí. ¿Es que tu mamá juega también a la Bolsa? Juanito no quiso oír más, y salió a buen paso con dirección a su casa.

Un día Juanito estornudó con gran fuerza y Fortuna introdujo el hocico en el bolsillo de la americana del abuelo, le sacó el pañuelo y fue a presentárselo a Juanito.

Vicenta, la vieja criada del tío, fue quien abrió la reja que obstruía la escalera. Juanito era el único pariente del señor a quien toleraba la vieja sirvienta. Le saludó con una sonrisa de su boca obscura y desdentada, y como de costumbre, no preguntó por su mamá ni sus hermanas. Aborrecía a aquellos parientes del amo, sabiendo la poca estima en que éste los tenía.

A la derecha del salón estaba el despacho de Juanito, así llamado no porque este tuviese nada que despachar allí, sino porque había mesa con tintero y dos hermosas librerías. Era una habitación muy bien puesta y cómoda.

El infeliz joven, poco avezado a los azares del juego, e incapaz de ocultar las terribles impresiones de la ruina, sintió ganas de llorar en plena Bolsa, ante los corredores y los «alcistas», que sonreían con un gozo feroz viendo la agonía de sus contrincantes. Pero Juanito era de los que en la desgracia aguardan siempre una inesperada salvación.

Los compañeros hacían señas de que lo concediese, sobre todo Juanito Pelaez, y dejándose llevar de su mal sino, soltó un «concedo, Padre» con voz tan desfallecida como si dijese: In manus tuas commendo spiritum meum.

En uno vió á Juanito Pelaez al lado de una mujer, vestida de blanco con un velo transparente: en ella reconoció á Paulita Gómez. ¡La Paulita! exclamó sorprendido. Y viendo que en efecto era ella, en traje de novia, con Juanito Pelaez, como si viniesen de la iglesia, ¡Pobre Isagani! murmuró ¿qué se habrá hecho de él?

En cuanto a las amenazas de don Juan, que había previsto el caso, se burlaba de ellas. ¿No era Juanito su hijo? Nunca vio el pobre muchacho tan dulce y complaciente a su mamá. La escuchó, como siempre, embelesado, deleitándose con el eco de su voz, y la madre tuvo necesidad de repetir sus peticiones para que Juanito se diese cuenta de lo que decía.

Ya lo creo... indicó Jacinta con orgullo . Pero no; él es bueno ¿?, y quiere también a su abuelita, ¿verdad? Al retirarse, iban por la calle tan desatinadas la una como la otra. Lo dicho dicho: aquella misma noche hablarían las dos a sus respectivos maridos. Aquel día, que fue el 25, hubo gran comida, y Juanito se retiró temprano de la mesa muy fatigado y con dolor de cabeza.

Palabra del Dia

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