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Actualizado: 23 de junio de 2025


Habiendo invadido los prusianos los reinos de Würtemberg y de Bavaria, era bastante natural que su ardor patriótico y el gran trastorno de la invasión hubieran hecho olvidar al coronel la tragedia japonesa que, según me había manifestado, se titulaba Emperador ciego. ¡Pueden ustedes hablarme de los pueblos de sangre gorda!

Hay visitas, por supuesto, y son de pelo de veras, con ropones de seda lila de cuartos blancos, y zapatos dorados: y se sientan sin doblarse, con los pies en el asiento: y la señora mayor, la que trae gorra color de oro, y está en el sofá, tiene su levantapiés, porque del sofá se resbala; y el levantapiés es una cajita de paja japonesa, puesta boca abajo: en un sillón blanco están sentadas juntas, con los brazos muy tiesos, dos hermanas de loza.

En torno nuestro cuchicheaban: Franzose... Franzose... Todos me miraban con manifiesta antipatía: Salgamos me dijo el señor de Sieboldt, y cuando estuvimos fuera, encontré en él su agradable sonrisa de otros tiempos. El buen hombre no había olvidado su promesa, pero la clasificación de su colección japonesa, que acababa de vender al Estado, le tenía ocupadísimo. Por eso no me había escrito.

Los brazos de soberana blancura escapábanse de los embudos de seda de una túnica japonesa cruzada sobre el pecho, la cual dejaba al descubierto el arranque del cuello adorable, ligeramente ambarino, con las dos rayas que recuerdan el collar de la madre Venus.

Pero se apresuró a disimularla riendo. ¡Ya lo decía! ¿Qué tienes que pedirme, rubita? En tomando el café lo sabrás. No pudo arrancarle antes el secreto. Arrimó una mesilla japonesa a la butaca donde estaba el duque. Para trajo una sillita dorada.

Mis advertencias lo convencieron, y en recompensa del trabajo que me tomé con su famosa Memoria, me prometió al marchar enviarme una tragedia japonesa del siglo XVI, preciosa obra maestra desconocida por completo en Europa, y que había traducido ex profeso para su amigo Meyerbeer. Cuando murió el maestro, se disponía a escribir la música de los coros.

Gorito Sardona saltó frente a la puerta, sobre un puff de badana japonesa, y cogiendo a guisa de sombrero una de las bandejas del , de cincelada plata antigua, se descubrió ante la dama lentamente, tieso, sin mover la cabeza, extendiendo el brazo hasta formar con el cuerpo ángulo recto, como solía saludar por todas partes el rey don Amadeo.

El señor de Sieboldt había muerto repentinamente aquella noche. No quise detenerme más y aquella misma tarde salí de Munich sin ánimo para perturbar toda aquella desolación nada más que por un antojo literario, y por esta causa no pude saber de la maravillosa tragedia japonesa más que el título: ¡El Emperador ciego!

La mestiza que lleva en sus venas una sola gota de sangre china, jamás puede confundirse ni con la cuarterona ni con la mestiza de india y europeo. Es imposible encontrar en las razas humanas una fuerza de atracción como la que se nota en la china y japonesa.

Fundados en la tradición y ayudados de significativos vestigios, podemos señalar á los primitivos habitantes de las hoy llamadas islas Marianas, como procedentes de las razas japonesa y malaya.

Palabra del Dia

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