United States or Israel ? Vote for the TOP Country of the Week !


Se temía que el vencedor, muy respetuoso para con la propiedad particular, no lo fuese tanto con las colecciones del Estado. Por esta razón, de todos los Museos de la ciudad, sólo permanecía abierto el del señor de Sieboldt. En su calidad de oficial holandés y condecorado con la cruz del Aguila de Prusia, pensaba el coronel que nadie intentaría atacar su colección en su presencia.

El señor de Sieboldt me hacía admirar su enciclopedia japonesa en noventa y dos tomos, o me traducía una oda del Hiah-nin, obra valiosísima que había sido publicada bajo los auspicios de los emperadores japoneses, y donde están las biografías, los retratos y fragmentos líricos de los cien poetas más famosos del Imperio.

Fueme por lo tanto preciso aguardar en Munich a que la señora de Sieboldt tuviera ocasión de hacer llegar a mis manos la tragedia japonesa. ¡Rareza humana! Esos buenos bávaros, que tanto nos vituperaban por no haberles ayudado en esa guerra, no experimentaban la más mínima animosidad contra los prusianos.

Esas curiosidades expuestas con rótulos en ese gran palacio triste constituían, efectivamente, un museo, conjunto melancólico de cosas traídas de países muy lejanos, separadas de su medio ambiente. El mismo veterano Sieboldt parecía que formaba parte de él por su aspecto extraño.

Lo cierto es que ese diablo de hombre era tan interesante con su Jabón, que me hacía olvidar las fatigas del trabajo, y llegado el día de la audiencia, la Memoria casi podía caminar por sola. ¡Pobre veterano Sieboldt!

En torno nuestro cuchicheaban: Franzose... Franzose... Todos me miraban con manifiesta antipatía: Salgamos me dijo el señor de Sieboldt, y cuando estuvimos fuera, encontré en él su agradable sonrisa de otros tiempos. El buen hombre no había olvidado su promesa, pero la clasificación de su colección japonesa, que acababa de vender al Estado, le tenía ocupadísimo. Por eso no me había escrito.

Toda la Memoria estaba escrita en el francés estrafalario que hablaba el señor de Sieboldt: «Si yo tenga accionistas... si yo reuniría fondos...» esos defectos de pronunciación que le hacían escribir desatinos como éstos: «Los grandes botes del Asia» por «los grandes vates del Asia» y «el Jabón» en lugar de «el Japón...» Agréguese a esto, frases de cincuenta líneas sin signos de puntuación, sin una sola coma, sin ningún descanso para respirar, y, no obstante, tan bien clasificadas en el cerebro del autor, que le parecía imposible suprimir ni una sola palabra, y cuando me ocurría tachar una línea en un lado, la volvía él a escribir un poco más lejos... ¡Lo mismo da!

En cuanto a mi tragedia, estaba en Würzburgo, en poder de la señora de Sieboldt, y para llegar hasta allá necesitaba una autorización especial de la Embajada Francesa, porque los prusianos se acercaban a Würzburgo y era ya muy difícil el conseguir entrar en dicha población.

El señor de Sieboldt había muerto repentinamente aquella noche. No quise detenerme más y aquella misma tarde salí de Munich sin ánimo para perturbar toda aquella desolación nada más que por un antojo literario, y por esta causa no pude saber de la maravillosa tragedia japonesa más que el título: ¡El Emperador ciego!

La calle en que habitaba, una calle del arrabal, tranquila y corta, con jardines y casitas bajas, me pareció más agitada que de ordinario. La gente charlaba formando corrillos delante de las puertas. La de la casa de Sieboldt estaba cerrada, pero las persianas no. Todo era entrar y salir las gentes con aspecto triste.