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Actualizado: 9 de mayo de 2025
Pero viendo á los ancianos, los valetudinarios y los incurables arrastrarse hacia la ruleta como á una piscina milagrosa, los excusó compasivamente. ¿Qué otro placer les quedaba sobre la tierra? ¿Cómo llenar el vacío de una existencia que se prolongaba tenazmente?... Lo que no podía comprender era el gesto apasionado, la mirada dura de otros jugadores sanos y fuertes.
¡Inmutable ley es, que el corazón no dejará de latir mientras haya vida! ¡La tisis ocupará siempre un rincón en las salas de incurables! Los médicos que asistían á Lola, comprendieron bien pronto que la terrible enfermedad se incubaba en su vida. La ciencia creyó que lo mejor para la enferma sería el campo y las puras y frescas brisas.
Hacía prodigios en los arrabales, entre la tosca gente de los huertos que le adoraba con tanto afecto como temor. Devolvía la salud a los que habían declarado incurables los viejos médicos de larga levita y bastón con puño de oro, venerables sabios, más creyentes en Dios que en la ciencia, según decía en su elogio la madre de Rafael.
Algunos habían llegado á Mónaco como incurables, después de un largo cautiverio en Alemania; los demás venían de los hospitales de la línea de fuego; y todos mostraban una desorientación gozosa al verse en este rincón paradisíaco, donde las gentes parecían olvidadas del resto de la tierra y los ojos femeninos les seguían con una expresión enigmática, entre amorosa y maternal.
Pero su prudente esposo, considerando que Bermúdez pasaba con afectado desdén delante de aquellos vivos y flamantes colores, dio un codazo a su mujer para que entendiera que por allí se pasaba sin hacer aspavientos. Entre aquellos cuadros había una copia bastante fiel y muy discretamente comprendida del célebre cuadro de Murillo San Juan de Dios, del Hospital de incurables de Sevilla.
Al despedirse, deslizó en mi mano un papel en muchos dobleces, que yo guardé con ansiedad de avaro, para entretener lo más triste de mis incurables desvelos, con el regalo de su contenido, fuera el que fuese, aunque casi le adivinaba. »Llegó la hora, y desplegué la carta temblándome las manos. Era muy extensa, y estaba escrita en un papel muy tenue y con la letra muy apretada.
Tribus de hábiles arqueros la sitiaban a todas horas, lanzando flechas empapadas en incurables venenos. Eran las temidas «flechas de hierba», que hinchaban el cuerpo del herido con negruzca y mortal tumefacción. Los víveres del país el pan de cazabe, los frutos de la selva, la carne de los roedores había de conquistarlos diariamente a punta de espada.
Ya en la antigüedad se la empleaba en el asma, la hipocondría, los dolores crónicos y otras enfermedades reputadas como nerviosas ó incurables, casi del mismo modo que los griegos usaban el eléboro blanco; es decir, como último recurso.
»Sí, me reputan de lumbrera científica, porque he penetrado un poco más que otros de mis compañeros en los misterios del organismo humano; porque cuando tomo el pulso del enfermo suelo adivinar el mal que padece; porque he tenido en ocasiones la suerte de curar ciertas dolencias que otros más ignorantes que yo tenían por incurables.
Pepe, casi temeroso de una nueva decepción, añadió: Chico, no sabes lo harto que estoy de sufrir: hasta he pensado en llevarle a los incurables; pero me harían falta recomendaciones que no tengo, y no podría ver a mi padre cuando quisiera... mientras que en casa de Engracia... ¿Querrá ella? dijo el impresor. La he hablado, y dice que sí; pero que nada resolverá sin tu consentimiento.
Palabra del Dia
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