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25 el sacerdote la mirará; y si el pelo se hubiere vuelto blanco en la mancha, y pareciere estar más hundida que la piel, es lepra que salió en la quemadura; y el sacerdote lo dará por inmundo; llaga de lepra es. 26 Mas si el sacerdote la mirare, y no pareciere en la mancha pelo blanco, ni estuviere más baja que la tez, sino que está oscura, le encerrará el sacerdote por siete días;

Era lo que veían los cazadores un descanso, y nadie podría expresar hasta qué punto aquellos seres venidos de tan lejanas tierras, con sus rostros cobrizos, sus grandes barbas, sus ojos negros, su frente hundida, su nariz chata y sus harapos pardos, parecían extraños y pintorescos al borde de la laguna, al pie de las ingentes rocas verticales que sostenían los verdes abetos junto al cielo.

Primer caso: supongamos que al poco tiempo de vivir con Maximiliano, encuentras que el muchacho se porta bien contigo, vas viendo sus buenas cualidades, que se manifiestan en todos los actos de la vida, y supongamos también que le vas teniendo algún cariño...». Fortunata tenía la mirada fija en un punto del suelo, como una espada, tan bien hundida que no la podía desclavar.

Pensó que tal vez el enemigo, oculto en la maleza, veía las rendijas de la puerta iluminadas y esto le hacía persistir en sus provocaciones. Apagó la vela y se tendió en la cama, experimentando una sensación de bienestar al verse en la obscuridad, con la espalda hundida en las crujientes blanduras del jergón. Podía aullar horas y horas hasta perder la voz aquel bárbaro.

Salió descalza de la alcoba, cogió el devocionario que estaba sobre el tocador y corrió a su lecho. Se acostó, acercó la luz y se puso a leer con la cabeza hundida en las almohadas. Si comió carne, volvieron a ver sus ojos cargados de sueño; pero pasó adelante. Una, dos, tres hojas... leía sin saber qué. Por fin, se detuvo en un renglón que decía: «Los parajes por donde anduvo...».

Un rayo que hubiera caído a sus pies... y de repente se hubiese convertido en lluvia de flores, no hubiera causado mayor sorpresa al amante de Serafina, que la actitud de su mujer soñolienta y caprichosa; pero sin andarse en averiguaciones de causas próximas o remotas, echó sus cuentas Bonifacio, y se dijo en el fuero interno, sin pararse a examinar la exactitud de la frase, «lo echaremos todo a barato»; y a la invitación de su hembra hecha por señas infalibles, que levantaban en el alma nubes melancólicas de recuerdos que se deslizaban delante de una luna de miel muy hundida en el firmamento oscuro, contestó con otras señas que fueron estimadas en lo que valían.

Y en la sala de la torre, silenciosa, hundida en las tinieblas, sonó por largo tiempo un ruido de sollozos y besos comprimidos. Al cabo, un cuerpo humano, el cuerpo de la señorita de Elorza, privado de sentido, rodó pesadamente por el suelo. Genoveva, al entrar con luz, después de un rato, todavía la halló desmayada, con los ojos abiertos e inmóviles, reflejando en su rostro una celestial alegría.

La masa derrumbada que llevaba consigo aldeas, campos, bosques y pastos, no había hecho, después de la rotura, más que girar sobre su base y dar vuelta sobre si misma. Una de sus caras estaba hundida en el suelo, y por el otro lado se había desarraigado en parte.

No había muelle; del barco a una lancha, y de la lancha a una carreta hundida en el agua hasta el eje, que le arrastraba a uno a las costas de la orilla. Catorce reales me llevaron por desembarcar, y entré en Buenos Aires con peseta y media y un pantalón viejo que no lo hubiese querido un pobre... Luego pasaron muchos años sin que nos viésemos mi amigo y yo.

Aquella noche lloró la Regenta lágrimas que salían de lo más profundo de sus entrañas, de rodillas sobre la piel de tigre, con la cabeza hundida en el lecho, los brazos tendidos más allá de la cabeza, las manos en cruz.