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Palabras así bastan para encubrir la más espantosa y larga serie de crímenes que ha visto el siglo XIX. ¡Rosas!, ¡Rosas!, ¡Rosas!, ¡me prosterno y humillo ante tu poderosa inteligencia! ¡Sois grande como el Plata, como los Andes! ¡Sólo has comprendido cuán despreciable es la especie humana, sus libertades, su ciencia y su orgullo! ¡Pisoteadla!; ¡que todos los Gobiernos del mundo civilizado te acatarán a medida que seas más insolente! ¡Pisoteadla!; ¡que no te faltarán perros fieles que, recogiendo el mendrugo que les tiras, vayan a derramar su sangre en los campos de batalla o a ostentar en el pecho vuestra marca colorada por todas las capitales americanas! ¡Pisoteadla!, ¡oh!, ¡; pisoteadla!...

Humilló los suyos don Custodio y pasó cabizbajo, confuso, aturdido en dirección al coro. Era gruesecillo, adamado, tenía aires de comisionista francés vestido con traje talar muy pulcro y elegante. El cuerpo bien torneado se lo ceñía, debajo del manteo ampuloso, un roquete que parecía prenda mujeril, sobre la cual ostentaba la muceta ligera, de seda, propia de su beneficio.

Así las gentes le adoraban y le bendecían, y él paseaba por los campos su conciencia pura, con la santa simplicidad de un apóstol del Bien, convencido y ferviente. Desde que se reconoció hijo sin nombre de una infeliz aldeana, humilló su corazón en una mansedumbre dignificadora, que le confortó y sirvió de alivio a sus íntimas tristezas.

De entonces a hoy, portentos mil se han visto, y es que el poder de España arraiga en Cristo, manso y sin hiel, multiplicando panes. Soberbio es tu ideal, como tu gloria, largos siglos ataste a la victoria al carro de tu funesta monarquía. ¿Cómo no amar tu gesta no igualada, si en las fronteras que humilló tu espada, el gran disco del sol no se ponía?

Las palas se arrastraban dentro del horno, dejando sobre las ardientes piedras los pedazos de pasta, o sacando los panes cocidos, de rubia corteza, que esparcían un humillo fragante de vida; y mientras tanto, los cinco panaderos, inclinados sobre las largas mesas, aporreaban la masa, la estrujaban como si fuese un lío de ropa mojada y retorcida y la cortaban en piezas; todo sin levantar la cabeza, hablando con voz entrecortada por la fatiga y entonando canciones lentas y monótonas, que muchas veces quedaban sin terminar.